Y mientras según la obligación del oficio apostólico Juzgamos deber expresar públicamente esto, Sólo Nos resta ahora hablaros con paternal afecto a vosotros, que habéis sido llamados a participar de aquel cuidado cuya plenitud Nos confió, aunque sin merecerlo, el Príncipe de los pastores. Con cuántas angustias gime Nuestro corazón Venerables hermanos, entre tantos males con los que casi en todas partes, en estos tiempos misérrimos, se oprime a la Iglesia Católica; cuánta tristeza hemos recibido de las cosas que ahí recientemente con grandísima audacia se intentaron para su ruina, bastante lo apreciáis vosotros y es innecesario que nos detengamos a explicároslo. Pero no disimulamos que trajo un gran alivio a Nuestro dolor el anuncio de cuanto hicisteis por defender la causa de la grey confiada a vuestros cuidados. Por lo mismo bendecimos en Nuestro corazón al Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que Nos consuela por medio de vosotros en esta tribulación. Y no porque sea necesario, sino porque así lo pide la gravedad del peligro, No podemos dejar de excitar la constancia de vuestro celo por la Religión y de exhortaros muy ardientemente a que defendáis con tanta mayor intensidad la causa de Dios y de la Iglesia, cuanto más violentos son los ímpetus de los enemigos. Toca sobre todo a vosotros oponeros como muros para que no sea puesto otro fundamento que el que ha sido puesto, y custodiar y conservar incólume el depósito de la fe. Pero hay también otro depósito que debéis inflexiblemente defender y conservar íntegro, y es el de las sagradas leyes de la Iglesia, con las que ella constituyó su disciplina; y además el de sus derechos y los de la Santa Sede Apostólica, con los que la Iglesia de Cristo se levanta terriblemente como un ejército dispuesto en orden de batalla. Obrad, pues, Venerables Hermanos, según el puesto que ocupáis, según la dignidad con que os honráis, según la potestad que recibisteis, según el sacramento con que os obligasteis en el solemne comienzo de vuestra actuación. Desenvainad la espada del espíritu, rogad, exhortad con toda paciencia y doctrina, y así, en fin, trabajad y luchad por la Religión Católica, por la divina potestad y leyes de la Iglesia, por la Cátedra de Pedro y su dignidad, de manera que no sólo los rectos perseveren incólumes, sino que también los que han sido engañados por la seducción salgan de su error.
VII. Exhortación a los sacerdotes
Y para que el tan deseado éxito responda a tales cuidados y trabajos Venerables Hermanos, nos dirigimos también a vosotros todos, los sagrados ministros, que les estáis sometidos, curas de almas y pregoneros de la palabra divina. Es vuestro deber uniros con ellos en una sola voluntad, inflamaros con un sólo e idéntico celo y conspirar con ánimos concordes a que el pueblo fiel quede enteramente inmune de todo contagio de los males que lo amenazan. Procurad, amados hijos, que todos sientan una misma cosa, que no se deje seducir por doctrinas inestables y peregrinas, eviten novedades profanas, conserven con el mayor cuidado la fe católica, se mantengan siempre sumisos a la potestad y autoridad de la Iglesia, se adhieran y vinculen más firmemente con esta Cátedra, que el Redentor como fuerte Jacob, puso a modo de columna férrea y broncíneo muro contra los enemigos de la Religión. Aquellos, cuya educación en Cristo y en la Iglesia os fuere confiada, procurad también imbuirlos en el importantísimo precepto que manda obedecer no sólo por temor al castigo, sino aún por obligación de conciencia a la autoridad civil, y a las leyes de ella emanadas para bien de la sociedad, y prohíbe faltar vergonzosamente a la fidelidad que se le debe. Instruidos así los pueblos por vuestros cuidados, habréis velado por la tranquilidad de los ciudadanos y el bien de la Iglesia, cosas entre sí inseparables.
VIII. Conclusión
VII. Exhortación a los sacerdotes
Y para que el tan deseado éxito responda a tales cuidados y trabajos Venerables Hermanos, nos dirigimos también a vosotros todos, los sagrados ministros, que les estáis sometidos, curas de almas y pregoneros de la palabra divina. Es vuestro deber uniros con ellos en una sola voluntad, inflamaros con un sólo e idéntico celo y conspirar con ánimos concordes a que el pueblo fiel quede enteramente inmune de todo contagio de los males que lo amenazan. Procurad, amados hijos, que todos sientan una misma cosa, que no se deje seducir por doctrinas inestables y peregrinas, eviten novedades profanas, conserven con el mayor cuidado la fe católica, se mantengan siempre sumisos a la potestad y autoridad de la Iglesia, se adhieran y vinculen más firmemente con esta Cátedra, que el Redentor como fuerte Jacob, puso a modo de columna férrea y broncíneo muro contra los enemigos de la Religión. Aquellos, cuya educación en Cristo y en la Iglesia os fuere confiada, procurad también imbuirlos en el importantísimo precepto que manda obedecer no sólo por temor al castigo, sino aún por obligación de conciencia a la autoridad civil, y a las leyes de ella emanadas para bien de la sociedad, y prohíbe faltar vergonzosamente a la fidelidad que se le debe. Instruidos así los pueblos por vuestros cuidados, habréis velado por la tranquilidad de los ciudadanos y el bien de la Iglesia, cosas entre sí inseparables.
VIII. Conclusión