Pero el alma debe aceptar la muerte como dispuesta por Dios y en esperanza de dicha. El alma debe unirse al querer divino, que es eterno bien.
Para que esta aceptación sea más asequible, debemos recordar que Jesús ennobleció la muerte y la hizo amable, transformándola en ofrecimiento de amor y en gozo de esperanza del Cielo.
El gozo de Jesús no fue en su Cuerpo, en el cual padeció fuertísimos dolores. En sus sentidos y en sus miembros sintió dolor crudelísimo; parte de su Alma estuvo sumergida en amarga tristeza.
Pero la voluntad estaba radiante y henchida de alegría, porque estaba haciendo la voluntad de su Eterno Padre, amándolo y dándole gloria; y Jesús sabía con certeza lo que nunca supieron los Santos: que Dios se complacía sobre manera en esta su obra.
No le faltó a Jesús el gozo. Sufría su Cuerpo con el dolor, y eso aumentaba la alegría y gozo interior; pero era también como contrapeso para no morir de gozo espiritual.
Es doctrina de San Juan de la Cruz que la muerte de los que han llegado a la unión con Dios no es por enfermedad ni por lo avanzado de la edad, sino por un ímpetu irresistible de dulcísimo amor. No hay duda que el mayor ímpetu de amor y el más intenso que se ha vivido ha sido el de Jesucristo.
Este ímpetu es de suyo inefable y tanto más delicioso cuanto es más doloroso. Jesucristo se ofreció a su Eterno Padre, a quien amaba sobre todas las cosas, en un acto de amor sobre todo amor y sobre todos los amores juntos de la creación; y se ofreció en un dolor, que tampoco ha sido igualado.
Pero Jesús tuvo el gozo más excelso, el deleite más grande que jamás se ha vivido ni se podrá vivir en la tierra, y los tuvo con dulcísimas alegrías e indecibles complacencias.
Nos parece esta contraposición de grandísimo dolor y excelso gozo algo imposible y que no alcanzamos a comprender, pero no por eso deja de ser menos verdad.
El gozo que recibió Jesús en el ofrecimiento de su vida por su Pasión y muerte, sólo es comparable a Él mismo. La certeza de que recibiría gloria eterna y premio el más excelso para siempre, hizo que la alegría sobrepasara a cuanto se pudiera soñar.
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En efecto, tan generoso y grande es Dios en sus dádivas, que al sufrimiento de una vida, que es menos que un instante comparada con la eternidad, premia Él con gloria inconcebible y eterna. A un momento de obsequio de amor corresponde Él con un para siempre de gloria.
¿Quién no querrá ofrecer gustosísimo su vida con esperanza de recompensa tan alta? ¿Quién no abrazará la muerte para darse a Dios?
Ante estas reflexiones tan hermosas de la felicidad que trae la muerte, ¿qué pensaremos de su llegada?
¿Será tan suave y tan dulce como es meritorio el ofrecimiento que de nuestra vida hacemos a Dios?
Los cristianos oímos y leemos repetidas veces textos de la Sagrada Escritura, en los cuales se presenta la muerte muy hermosa. En los Salmos se dice que la muerte de los justos es preciosa delante de los ojos del Señor. San Juan, en su Apocalipsis, escribe que son bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, y el libro del Eclesiástico añade que el justo espera en su muerte y no le tocará el dolor de la muerte.
Hay otros muchos textos semejantes. De ellos parece deducirse que la muerte será dulce y consoladora. Cuando se acepta la muerte, habiendo ofrecido a Dios la vida, ella es raudal de toda esperanza de luz y de alegría; es transparencia de eternidad feliz.
Nuestro Señor Jesucristo, dueño de la vida y en toda su consciencia hasta el último momento, termina ofreciendo al Padre su vida: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Repitiendo estas mismas palabras han muerto y mueren miles de cristianos, porque las repetían durante la vida.
El alma que en su vida desea amar a Dios, termina procurando amarle más. Quien ha meditado frecuentemente con humildad en su nada y aspirado a la perfección y a hacer la voluntad de Dios, muere viendo su nada, pidiendo a Dios confiadamente su ayuda y poniéndose en las manos del Señor hasta despertar en la luz infinita de la gloria.
Para que esta aceptación sea más asequible, debemos recordar que Jesús ennobleció la muerte y la hizo amable, transformándola en ofrecimiento de amor y en gozo de esperanza del Cielo.
El gozo de Jesús no fue en su Cuerpo, en el cual padeció fuertísimos dolores. En sus sentidos y en sus miembros sintió dolor crudelísimo; parte de su Alma estuvo sumergida en amarga tristeza.
Pero la voluntad estaba radiante y henchida de alegría, porque estaba haciendo la voluntad de su Eterno Padre, amándolo y dándole gloria; y Jesús sabía con certeza lo que nunca supieron los Santos: que Dios se complacía sobre manera en esta su obra.
No le faltó a Jesús el gozo. Sufría su Cuerpo con el dolor, y eso aumentaba la alegría y gozo interior; pero era también como contrapeso para no morir de gozo espiritual.
Es doctrina de San Juan de la Cruz que la muerte de los que han llegado a la unión con Dios no es por enfermedad ni por lo avanzado de la edad, sino por un ímpetu irresistible de dulcísimo amor. No hay duda que el mayor ímpetu de amor y el más intenso que se ha vivido ha sido el de Jesucristo.
Este ímpetu es de suyo inefable y tanto más delicioso cuanto es más doloroso. Jesucristo se ofreció a su Eterno Padre, a quien amaba sobre todas las cosas, en un acto de amor sobre todo amor y sobre todos los amores juntos de la creación; y se ofreció en un dolor, que tampoco ha sido igualado.
Pero Jesús tuvo el gozo más excelso, el deleite más grande que jamás se ha vivido ni se podrá vivir en la tierra, y los tuvo con dulcísimas alegrías e indecibles complacencias.
Nos parece esta contraposición de grandísimo dolor y excelso gozo algo imposible y que no alcanzamos a comprender, pero no por eso deja de ser menos verdad.
El gozo que recibió Jesús en el ofrecimiento de su vida por su Pasión y muerte, sólo es comparable a Él mismo. La certeza de que recibiría gloria eterna y premio el más excelso para siempre, hizo que la alegría sobrepasara a cuanto se pudiera soñar.
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En efecto, tan generoso y grande es Dios en sus dádivas, que al sufrimiento de una vida, que es menos que un instante comparada con la eternidad, premia Él con gloria inconcebible y eterna. A un momento de obsequio de amor corresponde Él con un para siempre de gloria.
¿Quién no querrá ofrecer gustosísimo su vida con esperanza de recompensa tan alta? ¿Quién no abrazará la muerte para darse a Dios?
Ante estas reflexiones tan hermosas de la felicidad que trae la muerte, ¿qué pensaremos de su llegada?
¿Será tan suave y tan dulce como es meritorio el ofrecimiento que de nuestra vida hacemos a Dios?
Los cristianos oímos y leemos repetidas veces textos de la Sagrada Escritura, en los cuales se presenta la muerte muy hermosa. En los Salmos se dice que la muerte de los justos es preciosa delante de los ojos del Señor. San Juan, en su Apocalipsis, escribe que son bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, y el libro del Eclesiástico añade que el justo espera en su muerte y no le tocará el dolor de la muerte.
Hay otros muchos textos semejantes. De ellos parece deducirse que la muerte será dulce y consoladora. Cuando se acepta la muerte, habiendo ofrecido a Dios la vida, ella es raudal de toda esperanza de luz y de alegría; es transparencia de eternidad feliz.
Nuestro Señor Jesucristo, dueño de la vida y en toda su consciencia hasta el último momento, termina ofreciendo al Padre su vida: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Repitiendo estas mismas palabras han muerto y mueren miles de cristianos, porque las repetían durante la vida.
El alma que en su vida desea amar a Dios, termina procurando amarle más. Quien ha meditado frecuentemente con humildad en su nada y aspirado a la perfección y a hacer la voluntad de Dios, muere viendo su nada, pidiendo a Dios confiadamente su ayuda y poniéndose en las manos del Señor hasta despertar en la luz infinita de la gloria.