San Agustín tiene una palabra feliz, como tantas tiene, para expresar esta igualdad: a Adán y Eva les llama “aquellos dos hombres”: Duo hominis illi. Eran un hombre de un sexo y otro de otro; es el equivalente del vir y virago, de la narración genesíaca; es la equivalencia de aquella palabra del Evangelio que nos dice que Dios creó al hombre masculino y femenino. Yo diría que en español tenemos también el equivalente, porque a la mujer la llamamos “hembra”, es decir, “hombra”, hombre femenino, porque del costado del hombre la formó Dios.
Ante este principio fundamental de la antropología y de la teología católica, ¿qué representan las aberraciones de la filosofía y de la historia paganas? ¿Qué importa, madres, que pueblos bárbaros o decadentes hayan llenado de oprobio a la mujer y a la madre; que la repudien por pobre o inútil; que los celos del chino la fuercen al martirio de la atrofia de los pies; que el árabe atraviese el desierto, sentado sobre su camello y fumando su pipa con frialdad estoica, mientras la madre va tras él, jadeante, cargada con mil enseres, y entre ellos la dulce carga de su hijo?
Nada; porque las aberraciones del hombre, aunque duren siglos, no son capaces de alterar las esencias. Y la esencia de la madre es la esencia del padre, porque ya no son dos, sino que son uno, dice el Evangelio.
Pero la dignidad de la madre, aun en la hipótesis de la igualdad de naturaleza con el padre, hubiese podido claudicar si Dios la hubiese sometido al padre en las funciones fundamentales de la vida doméstica o social.
No es así; y en ello nos ofrece la Biblia otro argumento de la dignidad excelsa de la madre.
¡Oh, madres! Vosotras habréis oído mil veces estos ditirambos con que el hombre se alaba a sí mismo su inteligencia, la tenacidad de su esfuerzo, la amplitud de su dominio, la fecundidad de su trabajo, lo maravilloso de sus conquistas.
Está bien; todo esto es del hombre, a condición de que el hombre, en su egoísmo injusto, no os niegue la parte que en ello tenéis vosotras. Porque vosotras sois las colaboradoras del hombre, sus auxiliares y copartícipes en el imperio sobre todas las cosas.
Vedle al primer padre, que le dice a Dios, que le inculpa por su crimen: La mujer que me diste por compañera me dio del fruto del árbol y comí (Gén., 3,12). Madres, sois socias del padre, sois sus compañeras; el nivel de vuestros oficios está a la altura del suyo, porque ambos os completáis en las funciones de la vida.
El sagrado texto nos dice, en forma enfática, que Dios, al ver al hombre solo, resolvió darle un auxiliar semejante a él: Hagamos al hombre una ayuda semejante a él (Adjutorium simile, Génesis, 2, 18).
Esta palabra levanta a la madre al mismo nivel del padre, porque la levanta sobre todos los auxiliares del padre.
Cuando el hombre quiera ser padre, buscará un auxiliar, que será la madre de sus hijos: Adjutorium simile.
Cuando quiera constituir un hogar, buscará una colaboradora que le auxilie en la formación de este pequeño nido de la vida humana: Adjutorium simile.
Cuando quiera formar el alma de sus hijos, dirá a la madre que le auxilie en la gran obra: Adjutorium simile.
En el rudo bregar de la vida, la madre de sus hijos será la que le ponga la mesa, la que cuide de su cuerpo, vencido por la enfermedad o el trabajo; la que ponga sus manos delicadas en estas heridas del corazón que se reciben en ciertos combates de la vida; la que, arrimada a él, le aliente en las zozobras y en las dudas; la que, solidarizándose con él, le dé esta impresión de fuerza y dulzura que da la buena compañía, que engendra el optimismo y es estímulo poderoso de las grandes empresas: Adjutorium simile.
Ante este principio fundamental de la antropología y de la teología católica, ¿qué representan las aberraciones de la filosofía y de la historia paganas? ¿Qué importa, madres, que pueblos bárbaros o decadentes hayan llenado de oprobio a la mujer y a la madre; que la repudien por pobre o inútil; que los celos del chino la fuercen al martirio de la atrofia de los pies; que el árabe atraviese el desierto, sentado sobre su camello y fumando su pipa con frialdad estoica, mientras la madre va tras él, jadeante, cargada con mil enseres, y entre ellos la dulce carga de su hijo?
Nada; porque las aberraciones del hombre, aunque duren siglos, no son capaces de alterar las esencias. Y la esencia de la madre es la esencia del padre, porque ya no son dos, sino que son uno, dice el Evangelio.
Pero la dignidad de la madre, aun en la hipótesis de la igualdad de naturaleza con el padre, hubiese podido claudicar si Dios la hubiese sometido al padre en las funciones fundamentales de la vida doméstica o social.
No es así; y en ello nos ofrece la Biblia otro argumento de la dignidad excelsa de la madre.
¡Oh, madres! Vosotras habréis oído mil veces estos ditirambos con que el hombre se alaba a sí mismo su inteligencia, la tenacidad de su esfuerzo, la amplitud de su dominio, la fecundidad de su trabajo, lo maravilloso de sus conquistas.
Está bien; todo esto es del hombre, a condición de que el hombre, en su egoísmo injusto, no os niegue la parte que en ello tenéis vosotras. Porque vosotras sois las colaboradoras del hombre, sus auxiliares y copartícipes en el imperio sobre todas las cosas.
Vedle al primer padre, que le dice a Dios, que le inculpa por su crimen: La mujer que me diste por compañera me dio del fruto del árbol y comí (Gén., 3,12). Madres, sois socias del padre, sois sus compañeras; el nivel de vuestros oficios está a la altura del suyo, porque ambos os completáis en las funciones de la vida.
El sagrado texto nos dice, en forma enfática, que Dios, al ver al hombre solo, resolvió darle un auxiliar semejante a él: Hagamos al hombre una ayuda semejante a él (Adjutorium simile, Génesis, 2, 18).
Esta palabra levanta a la madre al mismo nivel del padre, porque la levanta sobre todos los auxiliares del padre.
Cuando el hombre quiera ser padre, buscará un auxiliar, que será la madre de sus hijos: Adjutorium simile.
Cuando quiera constituir un hogar, buscará una colaboradora que le auxilie en la formación de este pequeño nido de la vida humana: Adjutorium simile.
Cuando quiera formar el alma de sus hijos, dirá a la madre que le auxilie en la gran obra: Adjutorium simile.
En el rudo bregar de la vida, la madre de sus hijos será la que le ponga la mesa, la que cuide de su cuerpo, vencido por la enfermedad o el trabajo; la que ponga sus manos delicadas en estas heridas del corazón que se reciben en ciertos combates de la vida; la que, arrimada a él, le aliente en las zozobras y en las dudas; la que, solidarizándose con él, le dé esta impresión de fuerza y dulzura que da la buena compañía, que engendra el optimismo y es estímulo poderoso de las grandes empresas: Adjutorium simile.