A pesar de ello, el hecho es el hecho, estupendo, y el hecho es que los hijos se forman en las entrañas de las madres. Cada uno de nosotros puede decir aquella palabra del Sabio: En el seno de mi madre se ha plasmado la maravilla de mi carne (Sab., 7, 1). No sólo esto, madres, sino que Dios, al formarse en vuestras entrañas el hijo, viene a ellas con su poder, y, como lo hiciera en el paraíso, crea con su soplo vivificador un espíritu vivo, inmortal, el alma de vuestros hijos; convirtiéndose así vuestro seno en alcázar de este prodigio que es el cuerpo humano, y en santuario de una inteligencia, de una voluntad, de unas pasiones, de unos sentidos, de un hombre, en fin, que recibiréis un día en vuestros brazos, y que más tarde podrá ser vuestra gloria o vuestra tortura, que será una vulgaridad o un talento, un santo o un malvado. Esta es la grandeza espantosa de vuestra maternidad.
Porque, yo quisiera, señoras madres, pues con título de señorío se os debe el saludo ante el misterio de vuestra maternidad, yo quisiera que os fijarais en otro hecho que revela, sobre la grandeza ontológica de vuestra maternidad, su dignidad social. Es en vuestro seno donde Dios, como obra las maravillas de su poder, viene a hacer oír la voz de su vocación que señale, en las mismas oscuridades del claustro materno, la ruta de vida que deban seguir vuestros hijos.
¡Oh, madres! Vosotras os esforzaréis más tarde en formar el corazón de vuestros hijos. A la luz del pensamiento y al calor del alma del padre y de la madre, crecerá este retoño de vuestra vida. Crecerá ufano en el seno de la sociedad. Un día tomará un rumbo vuestro hijo; los mil factores de la vida doméstica y social condicionarán su existencia. Pero, sabedlo: el término final de la carrera, temporal y eterna, fijaos bien, temporal y eterna, lo prefijó Dios a vuestros hijos en vuestro mismo seno, salvando siempre los fueros de vuestra libertad y de la de vuestros hijos.
No es mío el pensamiento; responde a un hecho consignado por el mismo Dios en los Libros sagrados. Es frecuente en ellos la locución: Ex útero vocavit me, Me llamó en el mismo seno de mi madre. En el seno de mi madre ya me amparaste, decía David (Salmo 138, 13). —El Señor me llamó desde el seno de mi madre, y en él me llamó ya por mi nombre, exclamaba Isaías, hablando a nombre del futuro Redentor (Is., 49, 1). —El Espíritu Santo viene a llenar de su santidad a Jesús en el mismo seno de la Virgen de Nazaret: Será lleno del Espíritu Santo, ya en el seno de su madre (Lc., 1, 15). —Y el gran Apóstol exclamaba, en el gozo exultante de su vocación: Me eligió Dios en el mismo seno de mi madre (Gal., 2, 15).
San Agustín, después de haber dicho en alguna parte que el mismo Dios le había llamado en el seno de su madre, exclama en diversos lugares, ante las bondades de su madre, que le llevaba para Dios en sus entrañas: “Oh, Señor; yo soy hijo tuyo e hijo de tu sierva, mi madre” (Conf., 9, 1). —”Mi madre, dice en otra parte, por cuyos méritos soy lo que soy” (De Beata Vita, in fine Praefat.). —”Me dio a luz mi madre, añade, según la carne, para que viviera esta vida temporal; en su corazón, me hizo nacer para la eterna” (Conf., 9, 8).
Tal es el misterio de vuestra maternidad y de la dignidad excelsa que de él deriva. Sois madres de todo vuestro hijo; porque en vuestro seno se obra la maravilla de la generación física, de la creación espiritual, de los mismos destinos, temporales y eternos, de vuestros hijos. Es la grandeza que viera aquella mujer del pueblo, mulier de turba, madre también seguramente, cuando ante la figura divina y las obras estupendas de Jesús, el Hijo de María, prorrumpió en aquel epifonema, primer panegírico humano de la Madre de Dios: Feliz el seno que te trajo y los pechos que mamaste (Lc., 11, 27).