De muy distinta manera se ha deliberado en el Congreso de Baden. los artículos que allí se sancionaron quebrantan la sana doctrina sobre la potestad eclesiástica y reducen a la Iglesia a una oprobiosa e injusta servidumbre: se la somete al argitrio del poder civil hasta en la divulgación de los decretos dogmáticos y se dice que las leyes disciplinares que publicare carecerán de toda fuerza y efecto mientras no fueren promulgadas con el consentimiento de la autoridad civil; añade también el propósito de establecer penas contra los que obraren de otra manera. Y ¿qué más? Al poder civil se da la libre autoridad de autorizar o rechazar en cada ocasión la celebración de los sínodos que llamamos diocesanos, e inspeccionarlos, dirigir los seminarios confirmar la organización de su régimen interno, establecidos por la jerarquía, nombrar a los clérigos para los cargos eclesiásticos luego de someter su ciencia a un examen, regir la formación moral y religiosa del pueblo, y ordenar, en fin, todo lo que toca a la disciplina de la Iglesia que llaman externa, por más que sean de índole y naturaleza espiritual y se refieran al culto de Dios y a la salud de las almas. Nada empero es tan propio de la Iglesia y tan celosamente reservado por Cristo a sus pastores, como la administración de los Sacramentos por Él instituidos; sólo aquellos a quienes constituyó ministros de su obra en la tierra tienen derecho a determinar el modo que se ha de seguir en su administración. Inadmisible, por tanto, que la autoridad civil se arrogue parte alguna en tan santa función; inadmisible que establezca algo en todo esto o quiera imponerlo a los ministros sagrados; inadmisible que sancione en su legislación algo contrario a las leyes, orales o escritas, trasmitidas a nosotros desde los orígenes de la Iglesia, y que regule la administración de los divinos misterios al pueblo cristiano. No ignoras, -decía San Gelasio, Predecesor Nuestro, en su carta al Emperador Anastasio- no ignoras, hijo clementísimo que gobiernas el género humano, por tu dignidad, pero debes humillar devotamente tu cuello a los que gobiernan en lo espiritual y recibir de ellos los medios para tu salvación, y que en la recepción de los divinos sacramentos y en la conveniente preparación a ellos, no te compete presidir sino someterte a las normas de la Religión. Sabes por lo mismo, que en todo esto, dependes del juicio de los pastores y no debes pretender someterlos a tu potestad. Pero lo que resulta del todo increíble y desconcertante es que en el Congreso de Baden se haya llegado a vindicar para la autoridad civil el derecho y oficio de intervenir en el modo de administrar los sacramentos. A esto, en realidad tienden los artículos que allí se redactaron en temerario atrevimiento acerca del sacramento del matrimonio, grande en Cristo y en la Iglesia; el manifiesto favor dispensado a los matrimonios mixtos; la obligación impuesta a los párrocos católicos de bendecir los matrimonios sin tener en cuenta diferencia alguna de religión entre los cónyuges; y finalmente, las gravísimas amenazas de castigos, contra los que se resistieren a obrar de ese modo. Todo esto merece ser reprobado por la ingerencia del poder civil en legislar sobre la celebración de un sacramento instituido por Dios y su atrevimiento al ejercer su autoridad sobre los sagrados pastores en materia ten importante. Aún más severa censura por patrocinar la absurda e impía opinión llamada indiferentismo en la que se apoyan necesariamente. Contrarían además abiertamente la verdad católica y la doctrina de la Iglesia que siempre detestó y prohibió los matrimonios mixtos, tanto por la sacrílega participación en lo sagrado como por el grave peligro de perversión del cónyuge católico y la mala educación de la futura prole. Por eso nunca concedió la libre facultad de contraer matrimonio sin añadir las condiciones que alejen las causas de peligro y perversión
IV. La unidad de la Iglesia y el Romano Pontífice.
IV. La unidad de la Iglesia y el Romano Pontífice.