La suma potestad que Cristo concedió a su Iglesia de disponer en materia de religión y regir la sociedad cristiana con absoluta independencia de la autoridad civil, la otorgó como claramente enseña el Apóstol escribiendo a los Efesios, en bien de la unidad. ¿A qué se reduciría esta unidad si no hay al frente de toda la Iglesia uno que la defienda y guarde, que una a todos sus miembros en una idéntica profesión de fe y los junte con un lazo de caridad, amor y unión? La sabiduría del divino Legislador exigía absolutamente que al cuerpo visible presidiera una cabeza con la que se quitara la ocasión de cisma. Por eso, si bien es común la dignidad de todos los obispos, que el Espíritu Santo puso para regir su Iglesia, y en lo que atañe al orden tienen la misma potestad, el grado de todos en la jerarquía no es el mismo, ni igual la amplitud de su jurisdicción. Ciertamente aún entre los santos Apóstoles -usamos las palabras de San León Magno- bien que semejantes en dignidad hubo diferencias de poderes: todos fueron iguales en la elección pero a uno sólo se concedió la preeminencia sobre los otros... Porque quiso el Señor hacer partícipes a los Apóstoles del sagrado cargo evangélico, de tal modo que lo confirió primariamente a San Pedro, príncipe de los Apóstoles. Y lo que concedió a sólo Pedro entre todos los Apóstoles al prometerle las llaves del Reino de los cielos, y al encomendarle el cuidado de apacentar los corderos y las ovejas, y confirmar a los hermanos, quiso -para bien de su Iglesia que había de durar hasta el fin de los siglos- se transmitiese a los sucesores de Pedro, poniéndolos al frente de ella con iguales derechos. Esta fue siempre la sentencia concorde e inquebrantable de todos los católicos; y dogma es de fe que el Romano Pontífice, sucesor de San Pedro, príncipe de los Apóstoles, tiene en toda la Iglesia el primado, no sólo de honor, sino también de autoridad y jurisdicción, y que por lo tanto los mismos obispos le están sujetos. Consiguientemente, a la Santa Sede de Pedro, o sea, a la Iglesia Romana, como prosigue el mismo San León, es necesario se una la universal Iglesia y se junte allí como en el centro de la unidad y comunión eclesiástica en tal forma que quien quiera se atreviese a apartarse de la compañía de Pedro, ha de saber que está privado del divino misterio. Quienquiera, añade San Jerónimo, que comiere el cordero fuera de esta casa es un profano, y quienquiera no se encontrare en esta arca de Noé, perecerá en el diluvio: y como el que no recoge con Cristo (así también quien no recogiere con su Vicario), desparrama[iii]. Y ¿Cómo recogerá con el Vicario de Cristo el que destruye su sagrada autoridad, quebranta los derechos que él posee por ser cabeza de la Iglesia y centro de la unidad por detener el primado de orden y jurisdicción y poseer la plena potestad divinamente confiada de apacentar, regir y gobernar la universal Iglesia? Y, con lágrimas lo decimos, aun a esto se han atrevido en el Congreso de Baden. Solamente el Romano Pontífice y no cualquier obispo, puede, por su propio y natural derecho cambiar los días establecidos en la Iglesia para la celebración de las fiestas y observancia de los ayunos y abrogar el precepto de oír misa. Así el sínodo fue claramente definido contra Pistoya por Nuestro Predecesor Pío VI, de feliz memoria, en la Constitución Auctorem fidei publicada en el día 28 de agosto del año mil setecientos noventa ya cuatro. Muy distinto es lo que se dice en los artículos de Baden, pernicioso sobre todo, por afirmar sin las debidas distinciones y reservar expresamente al poder civil como cuestión de disciplina todo derecho en esta materia. También es derecho característico de los Romanos Pontífices el eximir a las Congregaciones Religiosas de la Jurisdicción episcopal sometiéndolas a la suya; consta que desde remotos tiempos usaron los Pontífices de este derecho. Los artículos de Baden lo atacan manifiestamente.