La oración vocal que está en apropiada consonancia con los misterios, obra en el mismo sentido. Precede, como es justo, la oración dominical, dirigida al Padre celestial; después de haberle invocado con eximias peticiones, la voz suplicante se vuelve del trono de su Majestad a María, Pues, no hay otra ley que la llamada ley de reconciliación y de petición que San Bernardino de Sena ha formulado en esta sentencia: "Toda gracia que se comunica a este mundo llega por tres pasos: es decir de Dios a Cristo, de Cristo a la Virgen y de la Virgen a nosotros; así se dispensa la gracia con toda regularidad"[ix]; de éstos, que son, ciertamente, de diversa naturaleza, aquel grado en que solemos reposar más larga y gustosamente, es el último, mediante el Rosario, en que la salutación angélica se recita por decenas, como si, de este modo, subiéramos más confiadamente a los otros grados, es decir, por Cristo a Dios.
VIII. El por qué de las repeticiones
Elevamos tantas veces la misma salutación a María para que nuestra oración imperfecta y débil sea sostenida por la necesaria confianza, suplicando a María que ruegue a Dios por nosotros, como en nuestro nombre. Pues, a nuestras plegarias se añade una mayor gracia y eficacia cuando se recomiendan por las súplicas de la Virgen Santísima, a quien dirige de continuo el soberano Señor aquella tierna invitación del libro de los Cantares: "Suene tu voz perpetuamente en mi oído; porque es dulce el sonido de tu voz"[x].
Por esto, vuelven tantas veces, enunciados por nosotros, los que son para Ella títulos gloriosos para suplicar. Saludamos a la que ha encontrado gracia delante de Dios, y especialmente, la que la sido llena de gracia, cuya sobreabundancia se derrama sobre todos; a aquella con quien el Señor está unido en la unión más intima que pueda darse; a la bendita entre todas las mujeres que sola soportó la maldición y trajo la bendición[xi], aquel fruto dichoso de sus entrañas, en quien serán bendecidas todas las naciones. La invocamos, por último, como a Madre de Dios, y amparada con esta sublime dignidad, ¿qué no podrá alcanzar ella para nosotros, pobres pecadores?, y ¿qué no podremos esperar nosotros de sus ruegos en toda la vida y en la última agonía de nuestro espíritu?
IX. Fuente de confianza y de impetración.
Imposible es que el hombre que con fe y fervor se dedique a estas oraciones y misterios, no se sienta arrebatado en admiración, contemplando los designios de Dios, realizados en la Santísima Virgen para la salvación de todos los pueblos; imposible que no se regocije en pronta confianza de que sea recibido en su protección y regazo maternal, repitiendo las palabras de San Bernardo: ¡Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se oyó decir que ninguno de cuantos han acudido a vuestra protección, implorado vuestro socorro y pedido vuestros auxilios haya sido des oído ni abandonado!
La misma virtud que el Rosario posee para persuadir a la confianza de ser escuchados a los que rezan, la tiene también para mover a la misericordia al corazón de María. Le causa, sin duda, una gran alegría el vernos y oírnos cuando, según corresponde, vamos tejiendo la corona de las honrosas peticiones y de las más bellas alabanzas. Pues, cuando, rezando de esta manera, damos a Dios la debida gloria y la anhelamos para Él; cuando buscamos únicamente el cumplimiento de su deseo y voluntad; cuando exaltamos su bondad y munificencia, dándole el nombre de Padre e implorando en nuestra indignidad, los más preciosos dones, entonces María se complace sobremanera en ello, y, verdaderamente, glorifica al Señor mediante nuestra piedad. Pues, al recitar la oración dominical rezamos una oración digna.
X. La oración dominical.
VIII. El por qué de las repeticiones
Elevamos tantas veces la misma salutación a María para que nuestra oración imperfecta y débil sea sostenida por la necesaria confianza, suplicando a María que ruegue a Dios por nosotros, como en nuestro nombre. Pues, a nuestras plegarias se añade una mayor gracia y eficacia cuando se recomiendan por las súplicas de la Virgen Santísima, a quien dirige de continuo el soberano Señor aquella tierna invitación del libro de los Cantares: "Suene tu voz perpetuamente en mi oído; porque es dulce el sonido de tu voz"[x].
Por esto, vuelven tantas veces, enunciados por nosotros, los que son para Ella títulos gloriosos para suplicar. Saludamos a la que ha encontrado gracia delante de Dios, y especialmente, la que la sido llena de gracia, cuya sobreabundancia se derrama sobre todos; a aquella con quien el Señor está unido en la unión más intima que pueda darse; a la bendita entre todas las mujeres que sola soportó la maldición y trajo la bendición[xi], aquel fruto dichoso de sus entrañas, en quien serán bendecidas todas las naciones. La invocamos, por último, como a Madre de Dios, y amparada con esta sublime dignidad, ¿qué no podrá alcanzar ella para nosotros, pobres pecadores?, y ¿qué no podremos esperar nosotros de sus ruegos en toda la vida y en la última agonía de nuestro espíritu?
IX. Fuente de confianza y de impetración.
Imposible es que el hombre que con fe y fervor se dedique a estas oraciones y misterios, no se sienta arrebatado en admiración, contemplando los designios de Dios, realizados en la Santísima Virgen para la salvación de todos los pueblos; imposible que no se regocije en pronta confianza de que sea recibido en su protección y regazo maternal, repitiendo las palabras de San Bernardo: ¡Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se oyó decir que ninguno de cuantos han acudido a vuestra protección, implorado vuestro socorro y pedido vuestros auxilios haya sido des oído ni abandonado!
La misma virtud que el Rosario posee para persuadir a la confianza de ser escuchados a los que rezan, la tiene también para mover a la misericordia al corazón de María. Le causa, sin duda, una gran alegría el vernos y oírnos cuando, según corresponde, vamos tejiendo la corona de las honrosas peticiones y de las más bellas alabanzas. Pues, cuando, rezando de esta manera, damos a Dios la debida gloria y la anhelamos para Él; cuando buscamos únicamente el cumplimiento de su deseo y voluntad; cuando exaltamos su bondad y munificencia, dándole el nombre de Padre e implorando en nuestra indignidad, los más preciosos dones, entonces María se complace sobremanera en ello, y, verdaderamente, glorifica al Señor mediante nuestra piedad. Pues, al recitar la oración dominical rezamos una oración digna.
X. La oración dominical.