Primero vienen los misterios gozosos. El Hijo Eterno de Dios se inclina hacia la humanidad, haciéndose hombre, consintiendo, empero, María y concibiendo del Espíritu Santo[i]. Luego, Juan, por una gracia insigne, se santifica en el seno de su madre, favorecido con escogidos dones para preparar los caminos del Señor[ii]; todo ello, empero, gracias a la salutación de María que por divina inspiración visita a su prima. Finalmente, Cristo, el Esperado de las Naciones[iii] viene al mundo y nace de María; los pastores y los magos, primicias de la fe, apresurándose piadosamente para llegar al pesebre, encuentran allí al Niño con María, su madre[iv]. Jesús para ofrecerse a Dios como víctima en una ceremonia pública, quiere ser llevado al Templo, por el ministerio de María a fin de ser allí presentado al Señor[v]. La misma Virgen en la misteriosa pérdida del Niño, buscándolo con solícita inquietud, lo encuentra con inmensa alegría.
V. Los misterios dolorosos.
Ni de otro modo nos hablan los misterios dolorosos. En el jardín de Getsemaní, donde Jesús se aflige y se entristece hasta la muerte; y en el Pretorio, donde es azotado, coronado de espinas, condenado a muerte, María está, ciertamente, ausente, pero, mucho tiempo ha, que conoce todo ello y lo medita, porque al ofrecerse a Dios como sierva para ser su madre, y al consagrarse enteramente a Él en el Templo con su Hijo, ya se asoció, en ambos actos, a ese Hijo en la laboriosa expiación del género humano; y por esto, no es dudoso que se haya condolido íntimamente con Él en sus acerbísimas angustias y tormentos.
Por lo demás, en presencia y a la vista de María había de consumarse el Divino Sacrificio para el cual había alimentado la víctima de sí mismo, lo cual en el último y más enternecedor de los misterios se nombra, diciendo: junto a la Cruz de Jesús, estaba María su madre[vi], la que, movida de inmenso amor hacia nosotros para acogernos como hijos, ofreció voluntariamente el suyo a la justicia divina, muriendo en su corazón con Él, traspasada por una espada de dolor.
VI. Los misterios gloriosos
Finalmente, en los misterios gloriosos que siguen, se confirma más el mismo oficio misericordioso de la Santísima Virgen, por los mismos hechos. Goza en silencio la gloria de su Hijo, que triunfa de la muerte; al que sube a su trono celestial le sigue con el afecto de madre; mereciendo el cielo, se halla retenida en la tierra, la mejor consoladora y maestra de la naciente Iglesia, penetrando en los insondables abismos de la divina sabiduría, más allá de cuanto pudiera creerse[vii]. Mas como el sagrado misterio de la redención no se había de cumplir antes que viniera el Espíritu Santo, prometido por Cristo, hallamos por eso a la Virgen en el memorable Cenáculo donde, orando, en unión con los Apóstoles y por ellos, con inefables gemidos va madurando para la Iglesia la gloria del mismo Consolador, don supremo de Cristo, tesoro que jamás había de faltar ya. Ella trasladada al cielo corona y perpetúa su misión pidiendo por nosotros, la contemplamos subiendo del valle de lágrimas a la ciudad santa de Jerusalén, rodeada de coros de ángeles; la honramos, exaltada en la gloria de los Santos, coronada por su Hijo divino con la diadema de estrellas y sentada cerca de Él, Reina y Señora de los Universos.
Todas estas cosas, Venerables Hermanos, en que se manifiesta el designio de Dios, designio de sabiduría, designio de piedad[viii] y en que brillan al mismo tiempo los grandísimos beneficios de la Virgen Madre en favor nuestro, no pueden menos de causar en todos una honda alegría, inspirándoles la firme confianza de que, por la mediación de María, se obtendrá la divina clemencia y misericordia.
VII. Oración vocal