DOMINGO DECIMOQUINTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
En aquel tiempo iba Jesús a una ciudad que se llama Naim: e iban con Él sus discípulos, y una turba copiosa. Y, al acercarse a la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a un difunto, hijo único de su madre; y esta era viuda; y venía con ella mucha gente de la ciudad. Cuando la vio el Señor, movido de piedad hacia ella, le dijo: No llores. Y se acercó, y tocó el féretro; y se detuvieron los que lo llevaban. Y dijo: Joven, yo te lo mando, levántate. Y se incorporó el que estaba muerto, y comenzó a hablar. Y se lo dio a su madre. Y se apoderó de todos el temor; y alabaron a Dios, diciendo: Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo.
El Evangelio de este decimoquinto Domingo de Pentecostés nos presenta a Jesús enfrentado con la muerte.
Por su parte, San Pablo en la Epístola nos exhorta: Si vivimos del espíritu, caminemos también en el Espíritu … Porque, lo que sembrare el hombre, eso recogerá. Por tanto, el que sembrare en su carne, cosechará en la carne corrupción; mas, el que sembrare en el espíritu, cosechará del espíritu vida eterna.
Meditemos, pues, sobre la muerte, pero considerada desde la perspectiva de la vida eterna.
Ante todo, podemos comprobar que casi todos los hombres temen la muerte y la miran como el mayor mal… Y, sin embargo, ¿no podemos decir con razón que la muerte es un bien inmenso para el hombre? Y siendo así, ¿no debiera producir un gozo proporcionado a su grandeza?
Reflexionemos… Sabemos que la muerte fue el castigo que Dios impuso al hombre por su desobediencia, y San Pablo nos dice que la muerte entró en el mundo por el pecado.
Pero la muerte no destruye, transforma. Se puede decir que es cosecha. En la vida se siembran obras para recoger en la eternidad; y se cosechará lo que se sembró. El cuerpo recogerá, igualmente que el alma, los frutos de sus obras.
Ahora, mientras vivimos aquí, no están los cuerpos en proporción con sus almas, ni aparece al exterior lo que el espíritu es en realidad ante Dios. En general, ni la hermosura ni el talento o simpatía guardan relación con la gracia. En efecto, vemos con frecuencia que almas muy santas viven en cuerpos enfermizos, contrahechos, desgarbados y débiles; en cambio, almas pecadoras y viciosas animan cuerpos de gran belleza, de inmenso talento y atractivo admirable.
No será así cuando los cuerpos resuciten para la vida de inmortalidad. Dios dará a cada uno su merecido y su premio. Los cuerpos serán el exacto reflejo del alma.
Los cuerpos de los que se salvaron resucitarán llenos de cualidades gloriosas, serán claros, ligeros, sutiles e impasibles. Cada uno resplandecerá con los destellos que ganó con su amor al Señor. Se traslucirá el espíritu en los cuerpos, y en ellos se verá su perfección, su gloria, su luz, su hermosura. Vivirá ya el hombre para siempre con las perfecciones y bellezas que le comunique su espíritu.
Por idéntica causa, el alma que sufra el apartamiento de Dios y padezca las tinieblas y la desesperación de los condenados, comunicará para siempre a su cuerpo −ese mismo con el que pecó en la tierra− todo el tormento e irresistible dolor e impaciencia del infierno. El cuerpo será en todo exacto retrato y reflejo del alma.
Después de pagar el tributo a la muerte, cuando el poder infinito de Dios resucite a todos los muertos, viviremos eternamente y no tendrá ya poder la muerte sobre el hombre. Pero vivirán de muy distinta manera los justos y los pecadores.
Cada uno recogerá lo que sembró y tendrá la compañía que buscó en la tierra y de la cual se hizo acreedor: los buenos, con Dios entre los bienaventurados, gozarán de la dulzura de la contemplación divina por toda la eternidad; los malos, para siempre con los malos y con el príncipe de toda malicia.
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Naturalmente todos deseamos vivir, pues hemos sido criados para la vida. Instinto de nuestra naturaleza es desear la vida perfecta, sin dolencias ni sinsabores, ajena de luchas; busca una vida de luz sin sombras, sin enfermedades ni desvelos.
En aquel tiempo iba Jesús a una ciudad que se llama Naim: e iban con Él sus discípulos, y una turba copiosa. Y, al acercarse a la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a un difunto, hijo único de su madre; y esta era viuda; y venía con ella mucha gente de la ciudad. Cuando la vio el Señor, movido de piedad hacia ella, le dijo: No llores. Y se acercó, y tocó el féretro; y se detuvieron los que lo llevaban. Y dijo: Joven, yo te lo mando, levántate. Y se incorporó el que estaba muerto, y comenzó a hablar. Y se lo dio a su madre. Y se apoderó de todos el temor; y alabaron a Dios, diciendo: Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo.
El Evangelio de este decimoquinto Domingo de Pentecostés nos presenta a Jesús enfrentado con la muerte.
Por su parte, San Pablo en la Epístola nos exhorta: Si vivimos del espíritu, caminemos también en el Espíritu … Porque, lo que sembrare el hombre, eso recogerá. Por tanto, el que sembrare en su carne, cosechará en la carne corrupción; mas, el que sembrare en el espíritu, cosechará del espíritu vida eterna.
Meditemos, pues, sobre la muerte, pero considerada desde la perspectiva de la vida eterna.
Ante todo, podemos comprobar que casi todos los hombres temen la muerte y la miran como el mayor mal… Y, sin embargo, ¿no podemos decir con razón que la muerte es un bien inmenso para el hombre? Y siendo así, ¿no debiera producir un gozo proporcionado a su grandeza?
Reflexionemos… Sabemos que la muerte fue el castigo que Dios impuso al hombre por su desobediencia, y San Pablo nos dice que la muerte entró en el mundo por el pecado.
Pero la muerte no destruye, transforma. Se puede decir que es cosecha. En la vida se siembran obras para recoger en la eternidad; y se cosechará lo que se sembró. El cuerpo recogerá, igualmente que el alma, los frutos de sus obras.
Ahora, mientras vivimos aquí, no están los cuerpos en proporción con sus almas, ni aparece al exterior lo que el espíritu es en realidad ante Dios. En general, ni la hermosura ni el talento o simpatía guardan relación con la gracia. En efecto, vemos con frecuencia que almas muy santas viven en cuerpos enfermizos, contrahechos, desgarbados y débiles; en cambio, almas pecadoras y viciosas animan cuerpos de gran belleza, de inmenso talento y atractivo admirable.
No será así cuando los cuerpos resuciten para la vida de inmortalidad. Dios dará a cada uno su merecido y su premio. Los cuerpos serán el exacto reflejo del alma.
Los cuerpos de los que se salvaron resucitarán llenos de cualidades gloriosas, serán claros, ligeros, sutiles e impasibles. Cada uno resplandecerá con los destellos que ganó con su amor al Señor. Se traslucirá el espíritu en los cuerpos, y en ellos se verá su perfección, su gloria, su luz, su hermosura. Vivirá ya el hombre para siempre con las perfecciones y bellezas que le comunique su espíritu.
Por idéntica causa, el alma que sufra el apartamiento de Dios y padezca las tinieblas y la desesperación de los condenados, comunicará para siempre a su cuerpo −ese mismo con el que pecó en la tierra− todo el tormento e irresistible dolor e impaciencia del infierno. El cuerpo será en todo exacto retrato y reflejo del alma.
Después de pagar el tributo a la muerte, cuando el poder infinito de Dios resucite a todos los muertos, viviremos eternamente y no tendrá ya poder la muerte sobre el hombre. Pero vivirán de muy distinta manera los justos y los pecadores.
Cada uno recogerá lo que sembró y tendrá la compañía que buscó en la tierra y de la cual se hizo acreedor: los buenos, con Dios entre los bienaventurados, gozarán de la dulzura de la contemplación divina por toda la eternidad; los malos, para siempre con los malos y con el príncipe de toda malicia.
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Naturalmente todos deseamos vivir, pues hemos sido criados para la vida. Instinto de nuestra naturaleza es desear la vida perfecta, sin dolencias ni sinsabores, ajena de luchas; busca una vida de luz sin sombras, sin enfermedades ni desvelos.