Sin embargo, ¡cuán contra la virtud de la fe y contra la misma razón natural es el demasiado temor a la muerte; y cuán perjudicial para la misma alma! De cuánto bien la priva ese temor, y, por ello, no puede ser agradable a Dios.
El horror a la muerte no viene a ser otra cosa que miedo a Dios, y es tentación malísima para el alma. Con apariencia de bien, reconoce su indignidad y sus infidelidades, admira la infinita y soberana hermosura de Dios, pero al desconfiar de su misericordia comete la acción más desagradable al mismo Dios, no fiándose ni de la palabra que el Señor ha dado, ni de la Pasión y muerte que Jesús sufrió con infinito amor por las almas.
Ciertamente que nadie, de suyo, puede merecer el Cielo. Pero Dios ha prometido hacer participante de su misma vida a todas las almas que le obedecen y le aman, que le buscan y se le ofrecen.
Si Dios ama a los que le aman, si ha creado el Cielo para los que le aman, si Él ha prometido ser el premio y la herencia de los que le aman, dándose a Sí mismo, ¿qué puede temer el alma que busca a Dios, a pesar de su pequeñez?
Es contra toda razón y contra el instinto de la propia naturaleza y del propio perfeccionamiento sentir horror a la muerte, y no desear salir de esta ignorancia, miseria y tristeza del mundo para ir a la alegría y gozo de Dios en el Cielo.
Es el espíritu malo quien suscita en el alma estos temores tan molestos y dañinos. Quiere el demonio, en su maldad y envidia, que sufra el alma y no adquiera méritos; que desconfíe de Dios y no ame; que se aferre a estas tinieblas y dolor de la tierra y no desee volar a la luz sin ocaso.
¡Cuán perjudicial y nocivo es para el alma la tentación del miedo a la muerte! ¡Cuán hermoso y meritorio es amar a Dios sobre todas las cosas y abandonarse en Él!
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Observamos un hecho a primera vista extraño: que muchos cristianos, aun fervorosos, tienen, a veces, más miedo a la muerte que los impíos y descreídos. Parece inexplicable, pero así es.
El pecador anda continuamente con la vida expuesta y nada le importa. Vive despreocupado de que en cualquier momento le puede llegar la muerte. En cambio, el cristiano fervoroso piensa en ella y en sus efectos.
La razón es porque el impío y descreído, o no quiere pensar en la muerte, o porque detrás de ella ve sólo el vacío y la nada. Juzga que con la muerte deja de existir y que no hay infierno o cielo.
Algunos cristianos, aun muy fervorosos, tienen miedo a la muerte, no por ella en sí misma, sino porque ponen sus ojos, ¡y deben ponerlos!, en la eternidad. Por la muerte pasará a vivir el para siempre, y no sabe el estado actual de su conciencia, se considera indigna de entrar en la gloriosa morada de Dios y teme no estar en disposición de poderla alcanzar.
Y en verdad que nadie es digno de entrar en el Cielo, ni nadie por sí mismo puede merecerlo, ni llegar a la posesión de la verdad infinita ni del gozo inefable de Dios. Pero el Señor es tan infinitamente generoso y amante como es infinito su poder, y nos creó para verle y gozarle, y ha prometido dar su Cielo a todos cuantos le amen y obedezcan; a todos los que se sometan a su voluntad cumpliendo sus mandamientos.
El cristiano tiene miedo a la muerte, porque sabe muy bien que al Cielo no entra nada manchado; sabe de modo clarísimo que el pecado mortal cierra para siempre el Paraíso y conoce por experiencia la fragilidad humana. Recuerda las palabras del Eclesiástico que nadie sabe si es digno de amor o de odio, o lo que es igual, que nadie puede asegurar si se encuentra en estado de gracia.
Teme, por todo esto, que su alma no pueda llegar a recibir el galardón con que el Señor premia al alma en gracia, y tenga que estar para siempre separada de Él en el espantoso caos de la noche eterna.
Teme también el cuerpo aquella hora, y quiere comunicar su inquietud al espíritu; le horroriza la corrupción del sepulcro, aunque sepa que recobrará más tarde vida inmortal, rehúye la destrucción.
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El horror a la muerte no viene a ser otra cosa que miedo a Dios, y es tentación malísima para el alma. Con apariencia de bien, reconoce su indignidad y sus infidelidades, admira la infinita y soberana hermosura de Dios, pero al desconfiar de su misericordia comete la acción más desagradable al mismo Dios, no fiándose ni de la palabra que el Señor ha dado, ni de la Pasión y muerte que Jesús sufrió con infinito amor por las almas.
Ciertamente que nadie, de suyo, puede merecer el Cielo. Pero Dios ha prometido hacer participante de su misma vida a todas las almas que le obedecen y le aman, que le buscan y se le ofrecen.
Si Dios ama a los que le aman, si ha creado el Cielo para los que le aman, si Él ha prometido ser el premio y la herencia de los que le aman, dándose a Sí mismo, ¿qué puede temer el alma que busca a Dios, a pesar de su pequeñez?
Es contra toda razón y contra el instinto de la propia naturaleza y del propio perfeccionamiento sentir horror a la muerte, y no desear salir de esta ignorancia, miseria y tristeza del mundo para ir a la alegría y gozo de Dios en el Cielo.
Es el espíritu malo quien suscita en el alma estos temores tan molestos y dañinos. Quiere el demonio, en su maldad y envidia, que sufra el alma y no adquiera méritos; que desconfíe de Dios y no ame; que se aferre a estas tinieblas y dolor de la tierra y no desee volar a la luz sin ocaso.
¡Cuán perjudicial y nocivo es para el alma la tentación del miedo a la muerte! ¡Cuán hermoso y meritorio es amar a Dios sobre todas las cosas y abandonarse en Él!
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Observamos un hecho a primera vista extraño: que muchos cristianos, aun fervorosos, tienen, a veces, más miedo a la muerte que los impíos y descreídos. Parece inexplicable, pero así es.
El pecador anda continuamente con la vida expuesta y nada le importa. Vive despreocupado de que en cualquier momento le puede llegar la muerte. En cambio, el cristiano fervoroso piensa en ella y en sus efectos.
La razón es porque el impío y descreído, o no quiere pensar en la muerte, o porque detrás de ella ve sólo el vacío y la nada. Juzga que con la muerte deja de existir y que no hay infierno o cielo.
Algunos cristianos, aun muy fervorosos, tienen miedo a la muerte, no por ella en sí misma, sino porque ponen sus ojos, ¡y deben ponerlos!, en la eternidad. Por la muerte pasará a vivir el para siempre, y no sabe el estado actual de su conciencia, se considera indigna de entrar en la gloriosa morada de Dios y teme no estar en disposición de poderla alcanzar.
Y en verdad que nadie es digno de entrar en el Cielo, ni nadie por sí mismo puede merecerlo, ni llegar a la posesión de la verdad infinita ni del gozo inefable de Dios. Pero el Señor es tan infinitamente generoso y amante como es infinito su poder, y nos creó para verle y gozarle, y ha prometido dar su Cielo a todos cuantos le amen y obedezcan; a todos los que se sometan a su voluntad cumpliendo sus mandamientos.
El cristiano tiene miedo a la muerte, porque sabe muy bien que al Cielo no entra nada manchado; sabe de modo clarísimo que el pecado mortal cierra para siempre el Paraíso y conoce por experiencia la fragilidad humana. Recuerda las palabras del Eclesiástico que nadie sabe si es digno de amor o de odio, o lo que es igual, que nadie puede asegurar si se encuentra en estado de gracia.
Teme, por todo esto, que su alma no pueda llegar a recibir el galardón con que el Señor premia al alma en gracia, y tenga que estar para siempre separada de Él en el espantoso caos de la noche eterna.
Teme también el cuerpo aquella hora, y quiere comunicar su inquietud al espíritu; le horroriza la corrupción del sepulcro, aunque sepa que recobrará más tarde vida inmortal, rehúye la destrucción.
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