Pero dejad, madres, que para ponderar debidamente vuestra dignidad me asome a esos abismos insondables de la maternidad. Aquí vuestra grandeza rebasa la misma grandeza del hombre.
Iguales a él en naturaleza, en funciones, en imperio, lo sois aún porque, junto con él, os llama Dios a esta obra estupenda, incomprensible, de la multiplicación y del crecimiento de la humana vida a través de los siglos. Creced y multiplicaos, y llenad la tierra, dijo Dios a la primera pareja, ofreciéndole los horizontes de una paternidad y una maternidad que son una participación de la fecundidad de Dios mismo y en cuyos misterios se ha perdido la ciencia de todos los siglos.
Bajo este aspecto, vosotras, madres, tenéis un prestigio y una dignidad que no tiene el padre. Dios llamó por sus nombres a Adán y Eva; y Adán significa “rojo”, porque rojo era el barro de la tierra de que Dios le formó; pero Eva, madres, es nombre de plenitud de vida, de fecundidad: Y llamó Dios a la mujer Eva, dice el sagrado texto, porque era la madre de todos los vivientes (Gén., 3, 20).
Aún no era madre Eva, y Dios la llama ya “madre de todos los vivientes”. Es que en el seno, entonces virginal de Eva había Dios puesto los tesoros de toda la vida humana.
Vosotras, hijas de Eva, recibiréis una participación de este inmenso tesoro de maternidad que escondió Dios en las entrañas de la madre de todos los vivientes, tesoro que transmitiréis a vuestras hijas para que perpetúen sobre la tierra el prodigio de una fecundidad que es prenda de vuestra dignidad excelsa.
Cuando el Verbo de Dios quiso hacerse carne, queriendo hacerlo en la pureza de la incontaminación personal, prescindió del padre según la carne, y nació de sola mujer, consagrando con ello esa prerrogativa única de la maternidad.
Pesadla bien, madres, esta excelsitud de la maternidad, porque sin ello jamás pesaréis la grandeza de vuestros deberes y de vuestras responsabilidades. Dios es la Vida de las vidas, dice San Agustín: Vita vitarum; y el ser vida es esencia en Dios.
Una de las formas de imitación de la vida de Dios es la vida humana. Cuando Dios, formado ya el cuerpo de Adán, quiso hacerle vivo, nos dice la Escritura que le insufló su aliento, como si sacara Dios vida de su vida para comunicarla a su criatura. Dios da a vuestros hijos el alma; vosotros dais a su cuerpo vida de vuestra vida.
Vosotras desconocéis el misterio de la producción de una nueva vida que brota en vuestras entrañas. Cada una de vosotras puede decirle al hijo de su corazón, como la madre de los Macabeos: Yo no sé, hijos míos, cómo aparecisteis en mi seno (II Mac., 7, 22). ¡Qué! Si la histología y la fisiología, con los poderosos recursos de sus laboratorios, han tratado de sorprender este secreto de Dios, y Dios ha celado su obra, queriendo que los hombres vean aparecer cada día, riente y lozana, la nueva vida, como se ve aparecer el agua cristalina a la faz de la tierra, pero ocultando a sus ojos los misteriosos meatos que recogen una a una las gotas de la corriente.
Iguales a él en naturaleza, en funciones, en imperio, lo sois aún porque, junto con él, os llama Dios a esta obra estupenda, incomprensible, de la multiplicación y del crecimiento de la humana vida a través de los siglos. Creced y multiplicaos, y llenad la tierra, dijo Dios a la primera pareja, ofreciéndole los horizontes de una paternidad y una maternidad que son una participación de la fecundidad de Dios mismo y en cuyos misterios se ha perdido la ciencia de todos los siglos.
Bajo este aspecto, vosotras, madres, tenéis un prestigio y una dignidad que no tiene el padre. Dios llamó por sus nombres a Adán y Eva; y Adán significa “rojo”, porque rojo era el barro de la tierra de que Dios le formó; pero Eva, madres, es nombre de plenitud de vida, de fecundidad: Y llamó Dios a la mujer Eva, dice el sagrado texto, porque era la madre de todos los vivientes (Gén., 3, 20).
Aún no era madre Eva, y Dios la llama ya “madre de todos los vivientes”. Es que en el seno, entonces virginal de Eva había Dios puesto los tesoros de toda la vida humana.
Vosotras, hijas de Eva, recibiréis una participación de este inmenso tesoro de maternidad que escondió Dios en las entrañas de la madre de todos los vivientes, tesoro que transmitiréis a vuestras hijas para que perpetúen sobre la tierra el prodigio de una fecundidad que es prenda de vuestra dignidad excelsa.
Cuando el Verbo de Dios quiso hacerse carne, queriendo hacerlo en la pureza de la incontaminación personal, prescindió del padre según la carne, y nació de sola mujer, consagrando con ello esa prerrogativa única de la maternidad.
Pesadla bien, madres, esta excelsitud de la maternidad, porque sin ello jamás pesaréis la grandeza de vuestros deberes y de vuestras responsabilidades. Dios es la Vida de las vidas, dice San Agustín: Vita vitarum; y el ser vida es esencia en Dios.
Una de las formas de imitación de la vida de Dios es la vida humana. Cuando Dios, formado ya el cuerpo de Adán, quiso hacerle vivo, nos dice la Escritura que le insufló su aliento, como si sacara Dios vida de su vida para comunicarla a su criatura. Dios da a vuestros hijos el alma; vosotros dais a su cuerpo vida de vuestra vida.
Vosotras desconocéis el misterio de la producción de una nueva vida que brota en vuestras entrañas. Cada una de vosotras puede decirle al hijo de su corazón, como la madre de los Macabeos: Yo no sé, hijos míos, cómo aparecisteis en mi seno (II Mac., 7, 22). ¡Qué! Si la histología y la fisiología, con los poderosos recursos de sus laboratorios, han tratado de sorprender este secreto de Dios, y Dios ha celado su obra, queriendo que los hombres vean aparecer cada día, riente y lozana, la nueva vida, como se ve aparecer el agua cristalina a la faz de la tierra, pero ocultando a sus ojos los misteriosos meatos que recogen una a una las gotas de la corriente.