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A raíz de lo que se ha perpetrado o se intenta perpetrar a través de las ciudades de Italia, se ha desatado una ola de general indignación, deplorándose amargamente que se haya violado el sacratísimo derecho de la Religión, violado y conculcado precisamente en aquel pueblo cuyos habitantes principalmente y con razón se glorían de su nombre católico. La vigilante solicitud de los Obispos, como era su deber, se enardeció entonces, dirigiendo sus protestas justísimas a quienes incumbe el sagrado deber de proteger la dignidad de la Patria y de la Religión. No sólo advirtieron a su grey de la gravedad del peligro sino que también la exhortaron a reparar con especiales solemnidades religiosas la nefanda injuria hecha al amantísimo Autor de nuestra salvación.

XVII. Renovada protesta por estos sacrilegios.

Nos, ciertamente, aprobamos íntegramente el fervor de los buenos, gloriosamente manifestado de muchas: maneras lo cual contribuyó a suavizar el dolor que sentíamos por ello en lo más íntimo del corazón. En esta oportunidad en que os dirigimos la palabra, ya no podemos sujetar la voz de Nuestro supremo cargo, y, con las protestas de los Obispos y fieles, Nos unimos Nuestras más enérgicas protestas. Por

Por virtud de este mismo sentimiento que Nos mueve a quejarnos del atentado sacrílego y de execrarlo, Nos exhortamos vivamente a las Naciones cristianas, y en particular a la Italiana, a que guarden incólume la Religión de sus padres que es su herencia más preciosa, que la defiendan con decisión y no cesen de propagarla con la honestidad de sus costumbres y su gran piedad.

XVIII. Celebración fervorosa del mes de Octubre.

Por eso, Nos deseamos que por esta razón también, se empeñen a porfía, en el mes de Octubre, los fieles y las cofradías, mostrando un fervor constante para honrar a la Augusta Madre de Dios, poderosa protectora de la sociedad cristiana y gloriosísima Reina del Cielo. Nos, con todo corazón confirmamos las mercedes de las sagradas indulgencias que, a este efecto, hemos concedido en años anteriores.

El Dios, empero, Venerables Hermanos, que nos había reservado con toda su misericordiosa providencia al medianera[xiii], y que ha querido que todo lo recibamos por María[xiv] se digne por medio de su intercesión y gracia atender Nuestros ruegos comunes y colmar Nuestras esperanzas. Para ayudar a su realización, Nos os impartimos de todo corazón la Bendición Apostólica a vosotros, al Clero y al rebaño confiado a cada uno de vosotros.

Dado en Roma, cerca de San Pedro, el 8 de Septiembre de 1894, en el decimoséptimo de Nuestro Pontificado. LEÓN PAPA XIII


[i] Lc. 1, 35.

[ii] Lc. 1, 76; Mc. 1, 2.

[iii] Ageo. 2, 8.

[iv] Lc. 2, 16.

[v] Lc. 2, 22.

[vi] Juan 19, 25.

[vii] San Bernardo, De prerrogativ. B.M.V. n. 3.

[viii] San Bernardo, Serm In Nativ. B.M.V. n. 6.

[ix] S. Bernardino Serm. VI in festis B.M.V. de Annunc., a. 1. c. 2.

[x] Canto 2, 14.

[xi] S. Thomas op. VIII super salut. angel. n. 8.

[xii] Mat. 6, 9.

[xiii] S. Bernardino. De las 12 Prerrog. BMV n. 2

[xiv] S. Bernardino Serm. in Nativ. BMV n. 7


Apenas podemos imaginarnos en nuestra mente con qué nuevo gozo y alegría se llene su alma bienaventurada, cuando frecuente y fervorosamente celebramos ante sus ojos la memoria de tantos y tan grandes misterios. Por otra parte, estos mismos recuerdos comunican a nuestras súplicas un más vehemente ardor y le dan una mayor fuerza impetratoria, de tal modo que cuantas veces se repita cada uno de los misterios tantas razones de ser oídos se presentan, lo cual tendrá, indubitablemente, un gran influjo sobre el corazón de la Virgen. Pues, a vuestro amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no abandones a los desgraciados hijos de Eva. Os imploramos, reconciliadora de nuestra salud, tan poderosa como clemente, y os suplicamos fervorosamente por las dulzuras de las alegrías que os vienen de vuestro Hijo Jesús, por vuestra unión con sus indecibles dolores y por el esplendor de su gloria. Pese a nuestra indignidad, ¡oídnos benignamente y atendednos!

XIV. Las bendiciones del Rosario para las aflicciones actuales.

La excelencia del Rosario mariano, considerado desde el doble punto de vista que acabamos de exponer, os hará comprender más claramente, Venerables Hermanos, por qué Nuestra solicitud no cesa de recomendar y de hacer progresar su práctica. El siglo en que vivimos necesita, día a día, como Nos ya lo hemos advertido al empezar, de los favores del cielo, principalmente, porque por doquiera hay muchas cosas que afligen a la Iglesia lesionando sus derechos y su libertad, y muchas, que destruyen radicalmente la prosperidad y la paz de los Estados.

Pues bien, repetimos, afirmamos y proclamamos que tenemos cifradas Nuestras mejores esperanzas en merecer por el rezo del Rosario los auxilios que necesitamos. ¡Quiera Dios que, en todas partes, se restablezca, según Nuestros deseos, el prístino honor de esta sagrada devoción! ¡Que en las ciudades y aldeas, en las familias y talleres, entre los nobles y modestos se ame entrañablemente y se practique, como preclaro santo y seña de la fe cristiana y óptima protección para el otorgamiento de la divina clemencia.

XV. Nuevo Motivo: Las afrentas hechas a la Virgen.

En esto debemos insistir todos, cada día con mayor urgencia, porque la frenética perversidad de los impíos no omite intriga alguna ni perdona audacia para irritar la cólera de Dios y hacer caer el peso de su justa ira sobre la Patria. Pues, entre todas las demás causas, existe ésta, -deplorada por Nos y con Nos por todos los buenos-, que en el seno de los pueblos cristianos hay demasiados hombres que se recrean en las afrentas con que, de cualquier modo, se insulta la Religión; son los mismos que, amparados por cierta increíble licencia de publicar cualquier cosa, parecen empeñados en exponer al ridículo y al desprecio de la multitud las cosas más sagradas y la confianza en la protección de la Virgen; justificada por la experiencia.

XVI. La profanación del nombre del Salvador.

En estos últimos meses no se ha perdonado siquiera a la augustísima Persona de Jesucristo, Salvador Nuestro. No ha habido la menor vergüenza en llevarla a escenas escabrosas del teatro, éste no pocas veces contaminado por obscenidades y en representarla despojada de la majestad propia a su divina naturaleza, quitada la cual ya no hay necesidad de negar la redención misma del género humano. No se han avergonzado de intentar arrancar de su eterna infamia a aquel hombre que es reo del crimen y de la perfidia muy aborrecible por su suprema monstruosidad, la mayor de que haya memoria entre los hombres, al traidor de Cristo.


A las peticiones que en ella formulamos, de suyo tan rectas y bien ordenadas como conformes a la fe, esperanza y caridad cristianas, viene a juntarse el peso de cierta recomendación que es gratísima a la Santísima Virgen, por cuanto a nuestra voz parece asociarse la voz de Jesús su Hijo, quien, siendo su autor, entregó esa oración a sus discípulos en términos precisos, prescribiendo su rezo al decir: Así habéis de rezar[xii]. Cuando, pues, obedecemos a tal prescripción, en la devoción del Rosario, María se hallará, sin duda, más inclinada a ejercer su misión, llena de amor y solicitud, y aceptará benévola esta mística guirnalda, recompensándonos con abundancia de dones.

XI. Escuela de oración.

Por eso, una no despreciable razón de poder esperar su liberalísima bondad se halla en el mismo método del Rosario, tan apto para rezar bien; porque muchos y variados intereses suelen apartar de Dios al que reza y frustrar su sincero propósito, pagando así el tributo a la fragilidad humana. Pero quien pondere esto debidamente, comprenderá en el acto cuánta eficacia se encierra en el Rosario para despertar, por un lado, la acción del espíritu y para expulsar la desidia del corazón; por otro lado, para excitarnos a saludable dolor sobre los pecados cometidos y elevar nuestro espíritu hacia las cosas celestiales; puesto que el Santo rosario como todos bien saben, consta de dos partes, distintas entre sí y, a la vez unidas: de la meditación de sus misterios y de la oración vocal.

XII. Frutos de la meditación de los más grandes misterios de la fe.

Por esta razón, este método de rezar pide la especial atención del hombre por cuanto no sólo dirige de algún modo a Dios al espíritu humano sino que ocupa en tal forma de lo que considera y medita que logrará también enseñanza para la enmienda de la vida y alimento para toda clase de piedad, dado que no hay nada más grande ni admirable que aquellas verdades en torno de las cuales gira la esencia de la fe cristiana y de cuya luz y fuerza surgieron la verdad, la justicia y la paz, las cuales crearon un nuevo orden de cosas en la tierra, produciendo los más gozosos resultados.

Con esto dice también relación la forma en que estos puntos importantísimos se presentan a los devotos del Rosario; es decir, de tal forma que se adapten convenientemente a las inteligencias aun de los menos instruidos por cuanto el rezo está dispuesto de tal modo que casi no se proponen a consideración las verdades principales de la fe y doctrina sino que, más bien se presentan como si los hechos aconteciesen y se repitiesen a la vista del que reza, porque cuando se ofrecen casi con las mismas circunstancias de lugar, tiempo y personas con que sucedieron un día, impresionan mucho más los corazones y los mueven a recoger mayor fruto. Mas como, ordinariamente, penetraron y se imprimieron en, alma desde la más tierna infancia, resulta que, apenas enunciados los misterios, aquel que realmente se preocupa de la oración, los recorra, sin esfuerzo alguno de imaginación, con fácil pensamiento y corazón, y, con la bendición de María, se impregna del rocío de la gracia celestial.

XIII. Los recuerdos de los misterios agradarán a María y la dispondrán a la benevolencia.

Hay, además, otra ventaja que vuelve más agradables a esas coronas y las hace más dignas de recompensa. Pues, cuando piadosamente recitamos el triple orden de misterios, testimoniamos más vivamente nuestro sentimiento de gratitud hacia Ella, porque así declaramos que nunca nos cansamos del recuerdo de aquellos beneficios con que Ella, para contribuir a nuestra salvación, se ha abrazado con insaciable amor.


La oración vocal que está en apropiada consonancia con los misterios, obra en el mismo sentido. Precede, como es justo, la oración dominical, dirigida al Padre celestial; después de haberle invocado con eximias peticiones, la voz suplicante se vuelve del trono de su Majestad a María, Pues, no hay otra ley que la llamada ley de reconciliación y de petición que San Bernardino de Sena ha formulado en esta sentencia: "Toda gracia que se comunica a este mundo llega por tres pasos: es decir de Dios a Cristo, de Cristo a la Virgen y de la Virgen a nosotros; así se dispensa la gracia con toda regularidad"[ix]; de éstos, que son, ciertamente, de diversa naturaleza, aquel grado en que solemos reposar más larga y gustosamente, es el último, mediante el Rosario, en que la salutación angélica se recita por decenas, como si, de este modo, subiéramos más confiadamente a los otros grados, es decir, por Cristo a Dios.

VIII. El por qué de las repeticiones

Elevamos tantas veces la misma salutación a María para que nuestra oración imperfecta y débil sea sostenida por la necesaria confianza, suplicando a María que ruegue a Dios por nosotros, como en nuestro nombre. Pues, a nuestras plegarias se añade una mayor gracia y eficacia cuando se recomiendan por las súplicas de la Virgen Santísima, a quien dirige de continuo el soberano Señor aquella tierna invitación del libro de los Cantares: "Suene tu voz perpetuamente en mi oído; porque es dulce el sonido de tu voz"[x].

Por esto, vuelven tantas veces, enunciados por nosotros, los que son para Ella títulos gloriosos para suplicar. Saludamos a la que ha encontrado gracia delante de Dios, y especialmente, la que la sido llena de gracia, cuya sobreabundancia se derrama sobre todos; a aquella con quien el Señor está unido en la unión más intima que pueda darse; a la bendita entre todas las mujeres que sola soportó la maldición y trajo la bendición[xi], aquel fruto dichoso de sus entrañas, en quien serán bendecidas todas las naciones. La invocamos, por último, como a Madre de Dios, y amparada con esta sublime dignidad, ¿qué no podrá alcanzar ella para nosotros, pobres pecadores?, y ¿qué no podremos esperar nosotros de sus ruegos en toda la vida y en la última agonía de nuestro espíritu?

IX. Fuente de confianza y de impetración.

Imposible es que el hombre que con fe y fervor se dedique a estas oraciones y misterios, no se sienta arrebatado en admiración, contemplando los designios de Dios, realizados en la Santísima Virgen para la salvación de todos los pueblos; imposible que no se regocije en pronta confianza de que sea recibido en su protección y regazo maternal, repitiendo las palabras de San Bernardo: ¡Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se oyó decir que ninguno de cuantos han acudido a vuestra protección, implorado vuestro socorro y pedido vuestros auxilios haya sido des oído ni abandonado!

La misma virtud que el Rosario posee para persuadir a la confianza de ser escuchados a los que rezan, la tiene también para mover a la misericordia al corazón de María. Le causa, sin duda, una gran alegría el vernos y oírnos cuando, según corresponde, vamos tejiendo la corona de las honrosas peticiones y de las más bellas alabanzas. Pues, cuando, rezando de esta manera, damos a Dios la debida gloria y la anhelamos para Él; cuando buscamos únicamente el cumplimiento de su deseo y voluntad; cuando exaltamos su bondad y munificencia, dándole el nombre de Padre e implorando en nuestra indignidad, los más preciosos dones, entonces María se complace sobremanera en ello, y, verdaderamente, glorifica al Señor mediante nuestra piedad. Pues, al recitar la oración dominical rezamos una oración digna.

X. La oración dominical.


Primero vienen los misterios gozosos. El Hijo Eterno de Dios se inclina hacia la humanidad, haciéndose hombre, consintiendo, empero, María y concibiendo del Espíritu Santo[i]. Luego, Juan, por una gracia insigne, se santifica en el seno de su madre, favorecido con escogidos dones para preparar los caminos del Señor[ii]; todo ello, empero, gracias a la salutación de María que por divina inspiración visita a su prima. Finalmente, Cristo, el Esperado de las Naciones[iii] viene al mundo y nace de María; los pastores y los magos, primicias de la fe, apresurándose piadosamente para llegar al pesebre, encuentran allí al Niño con María, su madre[iv]. Jesús para ofrecerse a Dios como víctima en una ceremonia pública, quiere ser llevado al Templo, por el ministerio de María a fin de ser allí presentado al Señor[v]. La misma Virgen en la misteriosa pérdida del Niño, buscándolo con solícita inquietud, lo encuentra con inmensa alegría.

V. Los misterios dolorosos.

Ni de otro modo nos hablan los misterios dolorosos. En el jardín de Getsemaní, donde Jesús se aflige y se entristece hasta la muerte; y en el Pretorio, donde es azotado, coronado de espinas, condenado a muerte, María está, ciertamente, ausente, pero, mucho tiempo ha, que conoce todo ello y lo medita, porque al ofrecerse a Dios como sierva para ser su madre, y al consagrarse enteramente a Él en el Templo con su Hijo, ya se asoció, en ambos actos, a ese Hijo en la laboriosa expiación del género humano; y por esto, no es dudoso que se haya condolido íntimamente con Él en sus acerbísimas angustias y tormentos.

Por lo demás, en presencia y a la vista de María había de consumarse el Divino Sacrificio para el cual había alimentado la víctima de sí mismo, lo cual en el último y más enternecedor de los misterios se nombra, diciendo: junto a la Cruz de Jesús, estaba María su madre[vi], la que, movida de inmenso amor hacia nosotros para acogernos como hijos, ofreció voluntariamente el suyo a la justicia divina, muriendo en su corazón con Él, traspasada por una espada de dolor.

VI. Los misterios gloriosos

Finalmente, en los misterios gloriosos que siguen, se confirma más el mismo oficio misericordioso de la Santísima Virgen, por los mismos hechos. Goza en silencio la gloria de su Hijo, que triunfa de la muerte; al que sube a su trono celestial le sigue con el afecto de madre; mereciendo el cielo, se halla retenida en la tierra, la mejor consoladora y maestra de la naciente Iglesia, penetrando en los insondables abismos de la divina sabiduría, más allá de cuanto pudiera creerse[vii]. Mas como el sagrado misterio de la redención no se había de cumplir antes que viniera el Espíritu Santo, prometido por Cristo, hallamos por eso a la Virgen en el memorable Cenáculo donde, orando, en unión con los Apóstoles y por ellos, con inefables gemidos va madurando para la Iglesia la gloria del mismo Consolador, don supremo de Cristo, tesoro que jamás había de faltar ya. Ella trasladada al cielo corona y perpetúa su misión pidiendo por nosotros, la contemplamos subiendo del valle de lágrimas a la ciudad santa de Jerusalén, rodeada de coros de ángeles; la honramos, exaltada en la gloria de los Santos, coronada por su Hijo divino con la diadema de estrellas y sentada cerca de Él, Reina y Señora de los Universos.

Todas estas cosas, Venerables Hermanos, en que se manifiesta el designio de Dios, designio de sabiduría, designio de piedad[viii] y en que brillan al mismo tiempo los grandísimos beneficios de la Virgen Madre en favor nuestro, no pueden menos de causar en todos una honda alegría, inspirándoles la firme confianza de que, por la mediación de María, se obtendrá la divina clemencia y misericordia.

VII. Oración vocal


CARTA ENCÍCLICA

IUCUNDA SEMPER EXPECTATIONE

DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR

LEÓN

POR LA DIVINA PROVIDENCIA

PAPA XIII


A LOS VENERABLES HERMANOS

PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS

Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES

EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA



SOBRE LA DEVOCIÓN AL SANTÍSIMO ROSARIO

(8 de Septiembre de 1894)


VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA



I. La eficacia del Santo Rosario.

Con la gozosa expectación y alentadora esperanza de siempre vemos volver el mes de Octubre, en que, consagrado por Nuestra exhortación y mandato a la Bienaventurada Virgen María, florece desde hace no pocos años en todo el mundo católico la unánime y ferviente devoción del Rosario. Hemos explicado muchas veces el motivo de Nuestras exhortaciones.

Como los calamitosos tiempos porque atraviesa la Iglesia y la sociedad civil reclamaban con urgencia el socorro inmediatísimo de Dios, hemos pensado que era preciso implorar ese socorro por la intercesión de su Madre y que debía conseguirse principalmente de aquella manera cuya eficacia el pueblo cristiano siempre estimó saludabilísima.

Frutos de la devoción.

Experimentóla, en efecto, desde el mismo origen del Rosario mariano, ya en la defensa de la fe contra los criminales ataques de los herejes, ya en el justo elogio de las virtudes, el cual habrá de volver a entonarse y refirmarse en medio de un siglo de corrompidos ejemplos; y la experimentó en privado y en público por la serie de beneficios cuyo preclaro recuerdo está consagrado por doquiera también en instituciones y monumentos. Del mismo modo, en nuestra época, agobiada por los múltiples peligros del mundo, nos regocijamos conmemorando los frutos que de el provenían. Sin embargo, Venerables Hermanos, paseando la mirada en torno vuestro, veréis que esos motivos subsisten y en parte se han agravado, por lo cual, en este año, ha de volver a estimularse en vuestros rebaños el fervor de las súplicas a la Reina del cielo.

II. El fruto obtenido, motivo del deseo de un mayor progreso.

Añádase a esto que, al fijar Nuestro pensamiento en la íntima naturaleza del Rosario, cuanto más gloriosas se Nos presenten su grandeza y utilidades tanto más se acucian el deseo y la esperanza de que Nuestra recomendación tenga tanta fuerza que el amor a esta santísima oración produzca progresos aun más grandes, al aumentarse su conocimiento en los corazones y al difundirse esa práctica.

Para ello no queremos repetir las consideraciones de índole varia que en años precedentes expusimos sobre el tema; más bien conviene explicar y enseñar por qué sublime disposición divina sucede, que, gracias al Rosario, primero influya de un modo suavísimo en los ánimos de los que ruegan la confianza de ser escuchados, y segundo la maternal misericordia de la Virgen Santísima para con los hombres, responda con suma benignidad a ese ruego.

III. María Medianera de la divina gracia

El hecho que busquemos, mediante nuestras oraciones, el auxilio de María se basa, ciertamente, en el oficio, que Ella constantemente desempeña cerca de Dios, de obtenernos la gracia divina, por ser María en sumo grado acepta a Dios a raíz de su dignidad y méritos y por aventajar por mucho el poder de todos los santos. Este oficio, empero, no está, quizás, tan manifiestamente expresado en ningún modo de oración como en el Rosario en que la participación que tuvo la Santísima Virgen en la obtención de la salvación, está explicado casi con efectos tangibles, lo cual redunda en eximia ventaja para la piedad, ya contemplando los sucesivos misterios, ya repitiendo con labios piadosos las preces.


IV. Los misterios gozosos.






❇️ CARTA ENCÍCLICA IUCUNDA SEMPER EXPECTATIONE
Sobre la Devoción al Santísimo Rosario
(8 de Septiembre de 1894)




Y mientras según la obligación del oficio apostólico Juzgamos deber expresar públicamente esto, Sólo Nos resta ahora hablaros con paternal afecto a vosotros, que habéis sido llamados a participar de aquel cuidado cuya plenitud Nos confió, aunque sin merecerlo, el Príncipe de los pastores. Con cuántas angustias gime Nuestro corazón Venerables hermanos, entre tantos males con los que casi en todas partes, en estos tiempos misérrimos, se oprime a la Iglesia Católica; cuánta tristeza hemos recibido de las cosas que ahí recientemente con grandísima audacia se intentaron para su ruina, bastante lo apreciáis vosotros y es innecesario que nos detengamos a explicároslo. Pero no disimulamos que trajo un gran alivio a Nuestro dolor el anuncio de cuanto hicisteis por defender la causa de la grey confiada a vuestros cuidados. Por lo mismo bendecimos en Nuestro corazón al Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que Nos consuela por medio de vosotros en esta tribulación. Y no porque sea necesario, sino porque así lo pide la gravedad del peligro, No podemos dejar de excitar la constancia de vuestro celo por la Religión y de exhortaros muy ardientemente a que defendáis con tanta mayor intensidad la causa de Dios y de la Iglesia, cuanto más violentos son los ímpetus de los enemigos. Toca sobre todo a vosotros oponeros como muros para que no sea puesto otro fundamento que el que ha sido puesto, y custodiar y conservar incólume el depósito de la fe. Pero hay también otro depósito que debéis inflexiblemente defender y conservar íntegro, y es el de las sagradas leyes de la Iglesia, con las que ella constituyó su disciplina; y además el de sus derechos y los de la Santa Sede Apostólica, con los que la Iglesia de Cristo se levanta terriblemente como un ejército dispuesto en orden de batalla. Obrad, pues, Venerables Hermanos, según el puesto que ocupáis, según la dignidad con que os honráis, según la potestad que recibisteis, según el sacramento con que os obligasteis en el solemne comienzo de vuestra actuación. Desenvainad la espada del espíritu, rogad, exhortad con toda paciencia y doctrina, y así, en fin, trabajad y luchad por la Religión Católica, por la divina potestad y leyes de la Iglesia, por la Cátedra de Pedro y su dignidad, de manera que no sólo los rectos perseveren incólumes, sino que también los que han sido engañados por la seducción salgan de su error.

VII. Exhortación a los sacerdotes

Y para que el tan deseado éxito responda a tales cuidados y trabajos Venerables Hermanos, nos dirigimos también a vosotros todos, los sagrados ministros, que les estáis sometidos, curas de almas y pregoneros de la palabra divina. Es vuestro deber uniros con ellos en una sola voluntad, inflamaros con un sólo e idéntico celo y conspirar con ánimos concordes a que el pueblo fiel quede enteramente inmune de todo contagio de los males que lo amenazan. Procurad, amados hijos, que todos sientan una misma cosa, que no se deje seducir por doctrinas inestables y peregrinas, eviten novedades profanas, conserven con el mayor cuidado la fe católica, se mantengan siempre sumisos a la potestad y autoridad de la Iglesia, se adhieran y vinculen más firmemente con esta Cátedra, que el Redentor como fuerte Jacob, puso a modo de columna férrea y broncíneo muro contra los enemigos de la Religión. Aquellos, cuya educación en Cristo y en la Iglesia os fuere confiada, procurad también imbuirlos en el importantísimo precepto que manda obedecer no sólo por temor al castigo, sino aún por obligación de conciencia a la autoridad civil, y a las leyes de ella emanadas para bien de la sociedad, y prohíbe faltar vergonzosamente a la fidelidad que se le debe. Instruidos así los pueblos por vuestros cuidados, habréis velado por la tranquilidad de los ciudadanos y el bien de la Iglesia, cosas entre sí inseparables.

VIII. Conclusión


Cumpla estos deseos Nuestros el benignísimo Dios, de quien procede toda dádiva óptima y todo don perfecto y quiera Él mismo que la Apostólica Bendición, que con amor os impartimos, Venerables Hermanos, para que la comuniquéis con el pueblo fiel, sea auspicio de los bienes que ávidamente esperamos para esa parte de la grey católica.



Dado en Roma, junto a San Pedro, el 17 de Mayo de 1835, de Nuestro Pontificado el año quinto.



Notas

[i] Luc., 10, 16

[ii] Act. 5, 29

[iii] Mat. 12, 30; Luc. 11, 23.






Sea todo a la mayor gloria de Dios.


En efecto, sin mencionar siquiera el permiso que se debe solicitar y obtener de la Sede Apostólica se estableció que la potestad secular adoptase las medidas necesarias, para que, abolidas las exenciones de los monasterios existentes en Suiza, se sometiese a las fa. Lo que se sancionó sobre los derechos de los Obispos como si no cupiera en su ejercicio limitación alguna. Si los artículos establecidos en el citado congreso se consideran atentamente y en los principios de donde dimanan, parecen insinuar que la autoridad suprema del Romano Pontífice no puede o no debe, ni siquiera con justa causa, restringir o limitar la jurisdicción de los Obispos. No debe pasarse por alto lo que se trató y propuso, sobre la erección de la sede metropolitana y la unión de algunas de esas diócesis a otra iglesia Catedral situada fuera de Suiza. Si bien se tuvo en este caso alguna consideración con los derechos de la Sede Apostólica, no fue con todo la que exige la índole del primado divino. Allí se decidió como si en cuestiones tan trascendentes pudiese la autoridad civil decretar libremente y con derecho propio lo que creen conveniente a las necesidades espirituales de los pueblos. Omitimos otras muchas cosas que sería fatigoso enumerar, las que sin embargo no son menos injuriosas a la santa cátedra de Pedro, y aminoran, violan y desprecian su autoridad y dignidad.

V. Reprobación y condenación

Siendo esto así en una violación tan grande y manifiesta de la doctrina y derecho eclesiásticos, en tanto y tan grave peligro del catolicismo en esas regiones, hubiese sido obligación Nuestra apenas realizado el Congreso de Baden, levantar la voz desde este monte santo y argüir, reprender y condenar públicamente los artículos redactados. Si diferimos hasta ahora Nuestra sentencia sobre su perversidad fue porque esperábamos que la autoridad civil no sólo no los tendría en cuenta, sino que los rechazaría y reprobaría. Pero las cosas en gran parte no sucedieron según Nuestros deseos; al contrario, con gran dolor nos hemos enterado de que en algunos lugares se han aprobado leyes en que públicamente se confirman y sancionan dichos artículos. No podemos esperar y callar por más tiempo como quiera que ocupando, aunque sin merecerlo, el cargo de maestro y doctor universal debemos evitar cuidadosamente que alguno sea inducido a error por causa Nuestra, y juzgue que los mencionados artículos del Congreso de Baden no se oponen en modo alguno a la doctrina y disciplina de la Iglesia. Pero, a fin de que negocio de tanta importancia, fuese llevado, según costumbre de esta Santa Sede, con la máxima prudencia, quisimos someter los tales artículos a un muy minucioso examen. Oídos, pues, el parecer y recibidos los votos de los Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Sede Romana Iglesia de la Congregación encargada de los negocios eclesiásticos, y habiendo también por Nos mismo seria y maduramente considerado todo el caso, por propia determinación, ciencia cierta y con la plenitud de la potestad apostólica condenamos, y queremos que como reprobados y condenados sean tenidos perpetuamente los predichos artículos del Congreso de Baden o las afirmaciones que contienen, teniendo en cuenta sobre todo su contexto, como falsas, temerarias, erróneas y que derogan los derechos de esta Santa Sede, destruyen el régimen y divina constitución de la Iglesia, someten el ministerio eclesiástico al dominio secular, dimanan de principios condenados, saben a herejía y son cismáticos.

VI. Exhortación a los obispos


La suma potestad que Cristo concedió a su Iglesia de disponer en materia de religión y regir la sociedad cristiana con absoluta independencia de la autoridad civil, la otorgó como claramente enseña el Apóstol escribiendo a los Efesios, en bien de la unidad. ¿A qué se reduciría esta unidad si no hay al frente de toda la Iglesia uno que la defienda y guarde, que una a todos sus miembros en una idéntica profesión de fe y los junte con un lazo de caridad, amor y unión? La sabiduría del divino Legislador exigía absolutamente que al cuerpo visible presidiera una cabeza con la que se quitara la ocasión de cisma. Por eso, si bien es común la dignidad de todos los obispos, que el Espíritu Santo puso para regir su Iglesia, y en lo que atañe al orden tienen la misma potestad, el grado de todos en la jerarquía no es el mismo, ni igual la amplitud de su jurisdicción. Ciertamente aún entre los santos Apóstoles -usamos las palabras de San León Magno- bien que semejantes en dignidad hubo diferencias de poderes: todos fueron iguales en la elección pero a uno sólo se concedió la preeminencia sobre los otros... Porque quiso el Señor hacer partícipes a los Apóstoles del sagrado cargo evangélico, de tal modo que lo confirió primariamente a San Pedro, príncipe de los Apóstoles. Y lo que concedió a sólo Pedro entre todos los Apóstoles al prometerle las llaves del Reino de los cielos, y al encomendarle el cuidado de apacentar los corderos y las ovejas, y confirmar a los hermanos, quiso -para bien de su Iglesia que había de durar hasta el fin de los siglos- se transmitiese a los sucesores de Pedro, poniéndolos al frente de ella con iguales derechos. Esta fue siempre la sentencia concorde e inquebrantable de todos los católicos; y dogma es de fe que el Romano Pontífice, sucesor de San Pedro, príncipe de los Apóstoles, tiene en toda la Iglesia el primado, no sólo de honor, sino también de autoridad y jurisdicción, y que por lo tanto los mismos obispos le están sujetos. Consiguientemente, a la Santa Sede de Pedro, o sea, a la Iglesia Romana, como prosigue el mismo San León, es necesario se una la universal Iglesia y se junte allí como en el centro de la unidad y comunión eclesiástica en tal forma que quien quiera se atreviese a apartarse de la compañía de Pedro, ha de saber que está privado del divino misterio. Quienquiera, añade San Jerónimo, que comiere el cordero fuera de esta casa es un profano, y quienquiera no se encontrare en esta arca de Noé, perecerá en el diluvio: y como el que no recoge con Cristo (así también quien no recogiere con su Vicario), desparrama[iii]. Y ¿Cómo recogerá con el Vicario de Cristo el que destruye su sagrada autoridad, quebranta los derechos que él posee por ser cabeza de la Iglesia y centro de la unidad por detener el primado de orden y jurisdicción y poseer la plena potestad divinamente confiada de apacentar, regir y gobernar la universal Iglesia? Y, con lágrimas lo decimos, aun a esto se han atrevido en el Congreso de Baden. Solamente el Romano Pontífice y no cualquier obispo, puede, por su propio y natural derecho cambiar los días establecidos en la Iglesia para la celebración de las fiestas y observancia de los ayunos y abrogar el precepto de oír misa. Así el sínodo fue claramente definido contra Pistoya por Nuestro Predecesor Pío VI, de feliz memoria, en la Constitución Auctorem fidei publicada en el día 28 de agosto del año mil setecientos noventa ya cuatro. Muy distinto es lo que se dice en los artículos de Baden, pernicioso sobre todo, por afirmar sin las debidas distinciones y reservar expresamente al poder civil como cuestión de disciplina todo derecho en esta materia. También es derecho característico de los Romanos Pontífices el eximir a las Congregaciones Religiosas de la Jurisdicción episcopal sometiéndolas a la suya; consta que desde remotos tiempos usaron los Pontífices de este derecho. Los artículos de Baden lo atacan manifiestamente.


De muy distinta manera se ha deliberado en el Congreso de Baden. los artículos que allí se sancionaron quebrantan la sana doctrina sobre la potestad eclesiástica y reducen a la Iglesia a una oprobiosa e injusta servidumbre: se la somete al argitrio del poder civil hasta en la divulgación de los decretos dogmáticos y se dice que las leyes disciplinares que publicare carecerán de toda fuerza y efecto mientras no fueren promulgadas con el consentimiento de la autoridad civil; añade también el propósito de establecer penas contra los que obraren de otra manera. Y ¿qué más? Al poder civil se da la libre autoridad de autorizar o rechazar en cada ocasión la celebración de los sínodos que llamamos diocesanos, e inspeccionarlos, dirigir los seminarios confirmar la organización de su régimen interno, establecidos por la jerarquía, nombrar a los clérigos para los cargos eclesiásticos luego de someter su ciencia a un examen, regir la formación moral y religiosa del pueblo, y ordenar, en fin, todo lo que toca a la disciplina de la Iglesia que llaman externa, por más que sean de índole y naturaleza espiritual y se refieran al culto de Dios y a la salud de las almas. Nada empero es tan propio de la Iglesia y tan celosamente reservado por Cristo a sus pastores, como la administración de los Sacramentos por Él instituidos; sólo aquellos a quienes constituyó ministros de su obra en la tierra tienen derecho a determinar el modo que se ha de seguir en su administración. Inadmisible, por tanto, que la autoridad civil se arrogue parte alguna en tan santa función; inadmisible que establezca algo en todo esto o quiera imponerlo a los ministros sagrados; inadmisible que sancione en su legislación algo contrario a las leyes, orales o escritas, trasmitidas a nosotros desde los orígenes de la Iglesia, y que regule la administración de los divinos misterios al pueblo cristiano. No ignoras, -decía San Gelasio, Predecesor Nuestro, en su carta al Emperador Anastasio- no ignoras, hijo clementísimo que gobiernas el género humano, por tu dignidad, pero debes humillar devotamente tu cuello a los que gobiernan en lo espiritual y recibir de ellos los medios para tu salvación, y que en la recepción de los divinos sacramentos y en la conveniente preparación a ellos, no te compete presidir sino someterte a las normas de la Religión. Sabes por lo mismo, que en todo esto, dependes del juicio de los pastores y no debes pretender someterlos a tu potestad. Pero lo que resulta del todo increíble y desconcertante es que en el Congreso de Baden se haya llegado a vindicar para la autoridad civil el derecho y oficio de intervenir en el modo de administrar los sacramentos. A esto, en realidad tienden los artículos que allí se redactaron en temerario atrevimiento acerca del sacramento del matrimonio, grande en Cristo y en la Iglesia; el manifiesto favor dispensado a los matrimonios mixtos; la obligación impuesta a los párrocos católicos de bendecir los matrimonios sin tener en cuenta diferencia alguna de religión entre los cónyuges; y finalmente, las gravísimas amenazas de castigos, contra los que se resistieren a obrar de ese modo. Todo esto merece ser reprobado por la ingerencia del poder civil en legislar sobre la celebración de un sacramento instituido por Dios y su atrevimiento al ejercer su autoridad sobre los sagrados pastores en materia ten importante. Aún más severa censura por patrocinar la absurda e impía opinión llamada indiferentismo en la que se apoyan necesariamente. Contrarían además abiertamente la verdad católica y la doctrina de la Iglesia que siempre detestó y prohibió los matrimonios mixtos, tanto por la sacrílega participación en lo sagrado como por el grave peligro de perversión del cónyuge católico y la mala educación de la futura prole. Por eso nunca concedió la libre facultad de contraer matrimonio sin añadir las condiciones que alejen las causas de peligro y perversión

IV. La unidad de la Iglesia y el Romano Pontífice.


Quien sabiamente hizo todas las cosas y con ordenada providencia las dispuso quiso también para su Iglesia y con mayor razón un orden donde unos presidan y manden, otros estén sometidos y obedezcan. Por lo tanto, en virtud de su misma institución compete a la Iglesia no sólo la potestad de magisterio, con la que enseña y define lo que atañe a la fe y a las costumbres, e interpreta sin peligro de error las sagradas Escrituras, sino también la potestad de gobierno con la que mantiene y confirma en la, verdad enseñada a los hijos que una vez recibió en su seno y legisla en todo lo referente a la salud de las almas, al ejercicio del sagrado ministerio y al culto divino. Quien resiste a esas leyes, se hace reo de un crimen gravísimo. Esta potestad de enseñar y regir en lo religioso, dada por Cristo a su esposa, es tan propia de sus pastores y Jerarcas que las autoridades civiles de ningún modo pueden arrogársela. Goza además de completa libertad y plena independencia de todo poder terreno. Pues, Cristo no confió el depósito de la doctrina revelada a los Príncipes seculares, sino a los Apóstoles y a sus sucesores, y solamente a ellos cuando dijo: "Quien a vosotros oye, a Mí me oye; quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia"[i]. Y los apóstoles anunciaron el Evangelio, propagaron la Iglesia y establecieron la disciplina sin esperar el consentimiento del poder civil e incluso contra su .voluntad. Y aún más, habiéndose atrevido los príncipes de la Sinagoga a imponerles silencio, Pedro y Juan con evangélica libertad les respondieron: "Juzgad vosotros si en la presencia de Dios es Justo obedeceros a vosotros antes que a Dios"[ii]

Por lo tanto, solo con detrimento de la fe y total destrucción de la constitución divina de la Iglesia y de la naturaleza de su régimen será posible que una potestad secular la domine, influya en su doctrina, o le impida establecer y promulgar leyes que regulan el misterio sagrado, el culto divino y el bienestar espiritual de los fieles. Son éstos, puntos definitivos, inamovibles y fundamentados en toda la autoridad y tradición de todos los antiguos Padres. No te entrometas en los asuntos eclesiásticos, -escribía Osio, Obispo de Córdoba, al Emperador Constantino- ni nos des preceptos acerca de estas cosas, sino más bien recíbelos de nosotros: a ti te dio Dios el imperio, a nosotros nos entregó lo eclesiástico. Y de la misma manera que quien te arrebata el imperio, resiste a la ordenación de Dios, así teme hacerte reo de un gran crimen, si te inmiscuyes en lo eclesiástico. Sabían esto también los príncipes cristianos y se gloriaron de profesarlo públicamente, entre ellos aquel gran emperador Basilio, quien habló así en el octavo sínodo: en cuanto a vosotros, laicos, tanto los que tenéis dignidades como los que estáis libres de ellas, que de ninguna manera os es lícito tomar la palabra en los asuntos eclesiásticos. Investigarlos y discutirlos es propio de los patriarcas, pontífices y sacerdotes a quienes cupo en suerte el cargo de regir, tienen el poder de santificar, atar y desatar y han recibido las llaves eclesiásticas celestiales; tarea de ellos es, no nuestra. Nosotros hemos de ser apacentados y librados de ataduras.

III. El Congreso de Baden


CARTA ENCÍCLICA

COMMISSUM DIVINUS

DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR

GREGORIO

POR LA DIVINA PROVIDENCIA

PAPA XVI


A LOS VENERABLES HERMANOS

PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS

Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES

EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA


Sobre la Reprobación del Congreso de Laicos de Baden
contra la constitución de la Iglesia y condena los errores defendidos por ellos


(17 de junio de 1835)


VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA



I. Introducción

La obligación del oficio apostólico confiado por Dios a Nuestra pequeñez exige, que como asiduos custodios de la grey del Señor dirijamos nuestra atención y cuidado adonde la eterna salvación de las almas y la misma Religión católica se encuentran en peligro, y allí prestemos toda la ayuda posible. Sabemos muy bien y deploramos con toda el alma que en esas regiones no faltan enemigos que fraguan hábil y exitosamente muchas cosas que redundan en abierta ruina de la grey cristiana y en detrimento de la causa católica. Aviva aún más Nuestro dolor, que los tales, para engañar a los incautos, proclamen no querer dañar en lo más mínimo la integridad de la fe, y simulen, que su único propósito es mantener incólume los derechos del poder laico. Con este falacísimo pretexto de bien público introducen y propagan en unos sitios las erróneas y depravadas doctrinas que profesan, y en otros, se esfuerzan por imponerlas y dejarlas en cierto modo sancionadas. Para ello celebran reuniones, tienen consultas y se atreven a fijar la norma en la que temerariamente se declaran y definen las atribuciones de la potestad civil en los asuntos eclesiásticos. Ya comprendéis, Venerables Hermanos, y amados hijos que Nos referimos a lo que vergonzosamente se llevó a cabo, o mejor, se perpetró en la ciudad de Baden, en la región argoviense, en enero del año pasado, lo que aún a vosotros afligió con acerbísima tristeza y ahora os sigue teniendo ansiosos y solícitos. Confesamos que al principio no podíamos convencernos de que simples laicos se hubiesen congregado en un determinado lugar con el único fin de tratar asuntos puramente religiosos y hubiesen llegado a discutir como por derecho propio cosas privativas de la autoridad eclesiástica, sino a proponer sus decisiones a los magistrados de esa federación para que la confirmaran y les dieran fuerza de ley. Pero Nos lo hicieron creer sobradamente las actas del mencionado congreso editadas no hace mucho en Frauenfeld, las que incluyen tanto los nombres de los delegados que asistieron al congreso como los discursos pronunciados por algunos de ellos en diversas sesiones y asimismo el texto íntegro de los artículos allí redactados. Nos horrorizamos al leer esos discursos y artículos. Contienen ellos principios y consiguientemente introducen en la Iglesia Católica novedades absolutamente inaceptables ya que son contrarias a su doctrina y disciplina, y abiertamente enderezadas a perdición de las almas.

II. El gobierno de la Iglesia.





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