Quien sabiamente hizo todas las cosas y con ordenada providencia las dispuso quiso también para su Iglesia y con mayor razón un orden donde unos presidan y manden, otros estén sometidos y obedezcan. Por lo tanto, en virtud de su misma institución compete a la Iglesia no sólo la potestad de magisterio, con la que enseña y define lo que atañe a la fe y a las costumbres, e interpreta sin peligro de error las sagradas Escrituras, sino también la potestad de gobierno con la que mantiene y confirma en la, verdad enseñada a los hijos que una vez recibió en su seno y legisla en todo lo referente a la salud de las almas, al ejercicio del sagrado ministerio y al culto divino. Quien resiste a esas leyes, se hace reo de un crimen gravísimo. Esta potestad de enseñar y regir en lo religioso, dada por Cristo a su esposa, es tan propia de sus pastores y Jerarcas que las autoridades civiles de ningún modo pueden arrogársela. Goza además de completa libertad y plena independencia de todo poder terreno. Pues, Cristo no confió el depósito de la doctrina revelada a los Príncipes seculares, sino a los Apóstoles y a sus sucesores, y solamente a ellos cuando dijo: "Quien a vosotros oye, a Mí me oye; quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia"[i]. Y los apóstoles anunciaron el Evangelio, propagaron la Iglesia y establecieron la disciplina sin esperar el consentimiento del poder civil e incluso contra su .voluntad. Y aún más, habiéndose atrevido los príncipes de la Sinagoga a imponerles silencio, Pedro y Juan con evangélica libertad les respondieron: "Juzgad vosotros si en la presencia de Dios es Justo obedeceros a vosotros antes que a Dios"[ii]
Por lo tanto, solo con detrimento de la fe y total destrucción de la constitución divina de la Iglesia y de la naturaleza de su régimen será posible que una potestad secular la domine, influya en su doctrina, o le impida establecer y promulgar leyes que regulan el misterio sagrado, el culto divino y el bienestar espiritual de los fieles. Son éstos, puntos definitivos, inamovibles y fundamentados en toda la autoridad y tradición de todos los antiguos Padres. No te entrometas en los asuntos eclesiásticos, -escribía Osio, Obispo de Córdoba, al Emperador Constantino- ni nos des preceptos acerca de estas cosas, sino más bien recíbelos de nosotros: a ti te dio Dios el imperio, a nosotros nos entregó lo eclesiástico. Y de la misma manera que quien te arrebata el imperio, resiste a la ordenación de Dios, así teme hacerte reo de un gran crimen, si te inmiscuyes en lo eclesiástico. Sabían esto también los príncipes cristianos y se gloriaron de profesarlo públicamente, entre ellos aquel gran emperador Basilio, quien habló así en el octavo sínodo: en cuanto a vosotros, laicos, tanto los que tenéis dignidades como los que estáis libres de ellas, que de ninguna manera os es lícito tomar la palabra en los asuntos eclesiásticos. Investigarlos y discutirlos es propio de los patriarcas, pontífices y sacerdotes a quienes cupo en suerte el cargo de regir, tienen el poder de santificar, atar y desatar y han recibido las llaves eclesiásticas celestiales; tarea de ellos es, no nuestra. Nosotros hemos de ser apacentados y librados de ataduras.
III. El Congreso de Baden
Por lo tanto, solo con detrimento de la fe y total destrucción de la constitución divina de la Iglesia y de la naturaleza de su régimen será posible que una potestad secular la domine, influya en su doctrina, o le impida establecer y promulgar leyes que regulan el misterio sagrado, el culto divino y el bienestar espiritual de los fieles. Son éstos, puntos definitivos, inamovibles y fundamentados en toda la autoridad y tradición de todos los antiguos Padres. No te entrometas en los asuntos eclesiásticos, -escribía Osio, Obispo de Córdoba, al Emperador Constantino- ni nos des preceptos acerca de estas cosas, sino más bien recíbelos de nosotros: a ti te dio Dios el imperio, a nosotros nos entregó lo eclesiástico. Y de la misma manera que quien te arrebata el imperio, resiste a la ordenación de Dios, así teme hacerte reo de un gran crimen, si te inmiscuyes en lo eclesiástico. Sabían esto también los príncipes cristianos y se gloriaron de profesarlo públicamente, entre ellos aquel gran emperador Basilio, quien habló así en el octavo sínodo: en cuanto a vosotros, laicos, tanto los que tenéis dignidades como los que estáis libres de ellas, que de ninguna manera os es lícito tomar la palabra en los asuntos eclesiásticos. Investigarlos y discutirlos es propio de los patriarcas, pontífices y sacerdotes a quienes cupo en suerte el cargo de regir, tienen el poder de santificar, atar y desatar y han recibido las llaves eclesiásticas celestiales; tarea de ellos es, no nuestra. Nosotros hemos de ser apacentados y librados de ataduras.
III. El Congreso de Baden